Como el viento voy a ver de Andrés Calamaro
Letra de Como el viento voy a ver
Capítulo VIII. Del buen suceso que el valeroso don Quijote tuvo en la
espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento, con otros
sucesos dignos de felice recordación
En esto, descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel
campo; y, así como don Quijote los vio, dijo a su escudero:
-La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear,
porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta, o pocos
más, desaforados gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles a
todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer; que ésta es
buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre
la faz de la tierra.
-Qué gigantes? -dijo Sancho Panza.
-Aquellos que allí ves -respondió su amo- de los brazos largos, que los
suelen tener algunos de casi dos leguas.
-Mire vuestra merced -respondió Sancho- que aquellos que allí se parecen no
son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son
las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino.
-Bien parece -respondió don Quijote- que no estás cursado en esto de las
aventuras: ellos son gigantes; y si tienes miedo, quítate de ahí, y ponte
en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual
batalla.
Y, diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las
voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que, sin duda alguna,
eran molinos de viento, y no gigantes, aquellos que iba a acometer. Pero él
iba tan puesto en que eran gigantes, que ni oía las voces de su escudero
Sancho ni echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo que eran; antes,
iba diciendo en voces altas:
-Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que
os acomete.
Levantóse en esto un poco de viento y las grandes aspas comenzaron a
moverse, lo cual visto por don Quijote, dijo:
-Pues, aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis
de pagar.
Y, en diciendo esto, y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea,
pidiéndole que en tal trance le socorriese, bien cubierto de su rodela, con
la lanza en el ristre, arremetió a todo el galope de Rocinante y embistió
con el primero molino que estaba delante; y, dándole una lanzada en el
aspa, la volvió el viento con tanta furia que hizo la lanza pedazos,
llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho
por el campo. Acudió Sancho Panza a socorrerle, a todo el correr de su
asno, y cuando llegó halló que no se podía menear: tal fue el golpe que dio
con él Rocinante.
-¡Válame Dios! -dijo Sancho-. No le dije yo a vuestra merced que mirase
bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no lo podía
ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza?
-Calla, amigo Sancho -respondió don Quijote-, que las cosas de la guerra,
más que otras, están sujetas a continua mudanza; cuanto más, que yo pienso,
y es así verdad, que aquel sabio Frestón que me robó el aposento y los
libros ha vuelto estos gigantes en molinos por quitarme la gloria de su
vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas, al cabo al cabo, han de
poder poco sus malas artes contra la bondad de mi espada.
-Dios lo haga como puede -respondió Sancho Panza.
Y, ayudándole a levantar, tornó a subir sobre Rocinante, que medio
despaldado estaba. Y, hablando en la pasada aventura, siguieron el camino
del Puerto Lápice, porque allí decía don Quijote que no era posible dejar
de hallarse muchas y diversas aventuras, por ser lugar muy pasajero; sino
que iba muy pesaroso por haberle faltado la lanza; y, diciéndoselo a su
escudero, le dijo:
-Yo me acuerdo haber leído que un caballero español, llamado Diego Pérez de
Vargas, habiéndosele en una batalla roto la espada, desgajó de una encina
un pesado ramo o tronco, y con él hizo tales cosas aquel día, y machacó
tantos moros, que le quedó por sobrenombre Machuca, y así él como sus
decendientes se llamaron, desde aquel día en adelante, Vargas y Machuca.
Hete dicho esto, porque de la primera encina o roble que se me depare
pienso desgajar otro tronco tal y tan bueno como aquél, que me imagino y
pienso hacer con él tales hazañas, que tú te tengas por bien afortunado de
haber merecido venir a vellas y a ser testigo de cosas que apenas podrán
ser creídas.
-A la mano de Dios -dijo Sancho-; yo lo creo todo así como vuestra merced
lo dice; pero enderécese un poco, que parece que va de medio lado, y debe
de ser del molimiento de la caída.
-Así es la verdad -respondió don Quijote-; y si no me quejo del dolor, es
porque no es dado a los caballeros andantes quejarse de herida alguna,
aunque se le salgan las tripas por ella.
-Si eso es así, no tengo yo qué replicar -respondió Sancho-, pero sabe Dios
si yo me holgara que vuestra merced se quejara cuando alguna cosa le
doliera. De mí sé decir que me he de quejar del más pequeño dolor que
tenga, si ya no se entiende también con los escuderos de los caballeros
andantes eso del no quejarse.
No se dejó de reír don Quijote de la simplicidad de su escudero; y así, le
declaró que podía muy bien quejarse, como y cuando quisiese, sin gana o con
ella; que hasta entonces no había leído cosa en contrario en la orden de
caballería. Díjole Sancho que mirase que era hora de comer. Respondióle su
amo que por entonces no le hacía menester; que comiese él cuando se le
antojase. Con esta licencia, se acomodó Sancho lo mejor que pudo sobre su
jumento, y, sacando de las alforjas lo que en ellas había puesto, iba
caminando y comiendo detrás de su amo muy de su espacio, y de cuando en
cuando empinaba la bota, con tanto gusto, que le pudiera envidiar el más
regalado bodegonero de Málaga. Y, en tanto que él iba de aquella manera
menudeando tragos, no se le acordaba de ninguna promesa que su amo le
hubiese hecho, ni tenía por ningún trabajo, sino por mucho descanso, andar
buscando las aventuras, por peligrosas que fuesen.
En resolución, aquella noche la pasaron entre unos árboles, y del uno
dellos desgajó don Quijote un ramo seco que casi le podía servir de lanza,
y puso en él el hierro que quitó de la que se le había quebrado. Toda
aquella noche no durmió don Quijote, pensando en su señora Dulcinea, por
acomodarse a lo que había leído en sus libros, cuando los caballeros
pasaban sin dormir muchas noches en las florestas y despoblados,
entretenidos con las memorias de sus señoras. No la pasó ansí Sancho Panza,
que, como tenía el estómago lleno, y no de agua de chicoria, de un sueño se
la llevó toda; y no fueran parte para despertarle, si su amo no lo llamara,
los rayos del sol, que le daban en el rostro, ni el canto de las aves, que,
muchas y muy regocijadamente, la venida del nuevo día saludaban. Al
levantarse dio un tiento a la bota, y hallóla algo más flaca que la noche
antes; y afligiósele el corazón, por parecerle que no llevaban camino de
remediar tan presto su falta. No quiso desayunarse don Quijote, porque,
como está dicho, dio en sustentarse de sabrosas memorias. Tornaron a su
comenzado camino del Puerto Lápice, y a obra de las tres del día le
descubrieron.
-Aquí -dijo, en viéndole, don Quijote- podemos, hermano Sancho Panza, meter
las manos hasta los codos en esto que llaman aventuras. Mas advierte que,
aunque me veas en los mayores peligros del mundo, no has de poner mano a tu
espada para defenderme, si ya no vieres que los que me ofenden es canalla y
gente baja, que en tal caso bien puedes ayudarme; pero si fueren
caballeros, en ninguna manera te es lícito ni concedido por las leyes de
caballería que me ayudes, hasta que seas armado caballero.
-Por cierto, señor -respondió Sancho-, que vuestra merced sea muy bien
obedicido en esto; y más, que yo de mío me soy pacífico y enemigo de
meterme en ruidos ni pendencias. Bien es verdad que, en lo que tocare a
defender mi persona, no tendré mucha cuenta con esas leyes, pues las
divinas y humanas permiten que cada uno se defienda de quien quisiere
agraviarle.
-No digo yo menos -respondió don Quijote-; pero, en esto de ayudarme contra
caballeros, has de tener a raya tus naturales ímpetus.
-Digo que así lo haré -respondió Sancho-, y que guardaré ese preceto tan
bien como el día del domingo.
Estando en estas razones, asomaron por el camino dos frailes de la orden de
San Benito, caballeros sobre dos dromedarios: que no eran más pequeñas dos
mulas en que venían. Traían sus antojos de camino y sus quitasoles. Detrás
dellos venía un coche, con cuatro o cinco de a caballo que le acompañaban y
dos mozos de mulas a pie. Venía en el coche, como después se supo, una
señora vizcaína, que iba a Sevilla, donde estaba su marido, que pasaba a
las Indias con un muy honroso cargo. No venían los frailes con ella, aunque
iban el mesmo camino; mas, apenas los divisó don Quijote, cuando dijo a su
escudero:
-O yo me engaño, o ésta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto;
porque aquellos bultos negros que allí parecen deben de ser, y son sin
duda, algunos encantadores que llevan hurtada alguna princesa en aquel
coche, y es menester deshacer este tuerto a todo mi poderío.
-Peor será esto que los molinos de viento -dijo Sancho-. Mire, señor, que
aquéllos son frailes de San Benito, y el coche debe de ser de alguna gente
pasajera. Mire que digo que mire bien lo que hace, no sea el diablo que le
engañe.
-Ya te he dicho, Sancho -respondió don Quijote-, que sabes poco de achaque
de aventuras; lo que yo digo es verdad, y ahora lo verás.
Y, diciendo esto, se adelantó y se puso en la mitad del camino por donde
los frailes venían, y, en llegando tan cerca que a él le pareció que le
podrían oír lo que dijese, en alta voz dijo:
-Gente endiablada y descomunal, dejad luego al punto las altas princesas
que en ese coche lleváis forzadas; si no, aparejaos a recebir presta
muerte, por justo castigo de vuestras malas obras.
Detuvieron los frailes las riendas, y quedaron admirados, así de la figura
de don Quijote como de sus razones, a las cuales respondieron:
-Señor caballero, nosotros no somos endiablados ni descomunales, sino dos
religiosos de San Benito que vamos nuestro camino, y no sabemos si en este
coche vienen, o no, ningunas forzadas princesas.
-Para conmigo no hay palabras blandas, que ya yo os conozco, fementida
canalla -dijo don Quijote.
Y, sin esperar más respuesta, picó a Rocinante y, la lanza baja, arremetió
contra el primero fraile, con tanta furia y denuedo que, si el fraile no se
dejara caer de la mula, él le hiciera venir al suelo mal de su grado, y aun
malferido, si no cayera muerto. El segundo religioso, que vio del modo que
trataban a su compañero, puso piernas al castillo de su buena mula, y
comenzó a correr por aquella campaña, más ligero que el mesmo viento.
Sancho Panza, que vio en el suelo al fraile, apeándose ligeramente de su
asno, arremetió a él y le comenzó a quitar los hábitos. Llegaron en esto
dos mozos de los frailes y preguntáronle que por qué le desnudaba.
Respondióles Sancho que aquello le tocaba a él ligítimamente, como despojos
de la batalla que su señor don Quijote había ganado. Los mozos, que no
sabían de burlas, ni entendían aquello de despojos ni batallas, viendo que
ya don Quijote estaba desviado de allí, hablando con las que en el coche
venían, arremetieron con Sancho y dieron con él en el suelo; y, sin dejarle
pelo en las barbas, le molieron a coces y le dejaron tendido en el suelo
sin aliento ni sentido. Y, sin detenerse un punto, tornó a subir el fraile,
todo temeroso y acobardado y sin color en el rostro; y, cuando se vio a
caballo, picó tras su compañero, que un buen espacio de allí le estaba
aguardando, y esperando en qué paraba aquel sobresalto; y, sin querer
aguardar el fin de todo aquel comenzado suceso, siguieron su camino,
haciéndose más cruces que si llevaran al diablo a las espaldas.
Don Quijote estaba, como se ha dicho, hablando con la señora del coche,
diciéndole:
-La vuestra fermosura, señora mía, puede facer de su persona lo que más le
viniere en talante, porque ya la soberbia de vuestros robadores yace por el
suelo, derribada por este mi fuerte brazo; y, porque no penéis por saber el
nombre de vuestro libertador, sabed que yo me llamo don Quijote de la
Mancha, caballero andante y aventurero, y cautivo de la sin par y hermosa
doña Dulcinea del Toboso; y, en pago del beneficio que de mí habéis
recebido, no quiero otra cosa sino que volváis al Toboso, y que de mi parte
os presentéis ante esta señora y le digáis lo que por vuestra libertad he
fecho.
Todo esto que don Quijote decía escuchaba un escudero de los que el coche
acompañaban, que era vizcaíno; el cual, viendo que no quería dejar pasar el
coche adelante, sino que decía que luego había de dar la vuelta al Toboso,
se fue para don Quijote y, asiéndole de la lanza, le dijo, en mala lengua
castellana y peor vizcaína, desta manera:
-Anda, caballero que mal andes; por el Dios que crióme, que, si no dejas
coche, así te matas como estás ahí vizcaíno.
Entendióle muy bien don Quijote, y con mucho sosiego le respondió:
-Si fueras caballero, como no lo eres, ya yo hubiera castigado tu sandez y
atrevimiento, cautiva criatura.
A lo cual replicó el vizcaíno:
-Yo no caballero? Juro a Dios tan mientes como cristiano. Si lanza
arrojas y espada sacas, ¡el agua cuán presto verás que al gato llevas!
Vizcaíno por tierra, hidalgo por mar, hidalgo por el diablo; y mientes que
mira si otra dices cosa.
-¡Ahora lo veredes, dijo Agrajes! -respondió don Quijote.
Y, arrojando la lanza en el suelo, sacó su espada y embrazó su rodela, y
arremetió al vizcaíno con determinación de quitarle la vida. El vizcaíno,
que así le vio venir, aunque quisiera apearse de la mula, que, por ser de
las malas de alquiler, no había que fiar en ella, no pudo hacer otra cosa
sino sacar su espada; pero avínole bien que se halló junto al coche, de
donde pudo tomar una almohada que le sirvió de escudo, y luego se fueron el
uno para el otro, como si fueran dos mortales enemigos. La demás gente
quisiera ponerlos en paz, mas no pudo, porque decía el vizcaíno en sus mal
trabadas razones que si no le dejaban acabar su batalla, que él mismo había
de matar a su ama y a toda la gente que se lo estorbase. La señora del
coche, admirada y temerosa de lo que veía, hizo al cochero que se desviase
de allí algún poco, y desde lejos se puso a mirar la rigurosa contienda, en
el discurso de la cual dio el vizcaíno una gran cuchillada a don Quijote
encima de un hombro, por encima de la rodela, que, a dársela sin defensa,
le abriera hasta la cintura. Don Quijote, que sintió la pesadumbre de aquel
desaforado golpe, dio una gran voz, diciendo:
-¡Oh señora de mi alma, Dulcinea, flor de la fermosura, socorred a este
vuestro caballero, que, por satisfacer a la vuestra mucha bondad, en este
riguroso trance se halla!
El decir esto, y el apretar la espada, y el cubrirse bien de su rodela, y
el arremeter al vizcaíno, todo fue en un tiempo, llevando determinación de
aventurarlo todo a la de un golpe solo.
El vizcaíno, que así le vio venir contra él, bien entendió por su denuedo
su coraje, y determinó de hacer lo mesmo que don Quijote; y así, le aguardó
bien cubierto de su almohada, sin poder rodear la mula a una ni a otra
parte; que ya, de puro cansada y no hecha a semejantes niñerías, no podía
dar un paso.
Venía, pues, como se ha dicho, don Quijote contra el cauto vizcaíno, con la
espada en alto, con determinación de abrirle por medio, y el vizcaíno le
aguardaba ansimesmo levantada la espada y aforrado con su almohada, y todos
los circunstantes estaban temerosos y colgados de lo que había de suceder
de aquellos tamaños golpes con que se amenazaban; y la señora del coche y
las demás criadas suyas estaban haciendo mil votos y ofrecimientos a todas
las imágenes y casas de devoción de España, porque Dios librase a su
escudero y a ellas de aquel tan grande peligro en que se hallaban.
Pero está el daño de todo esto que en este punto y término deja pendiente
el autor desta historia esta batalla, disculpándose que no halló más
escrito destas hazañas de don Quijote de las que deja referidas. Bien es
verdad que el segundo autor desta obra no quiso creer que tan curiosa
historia estuviese entregada a las leyes del olvido, ni que hubiesen sido
tan poco curiosos los ingenios de la Mancha que no tuviesen en sus archivos
o en sus escritorios algunos papeles que deste famoso caballero tratasen; y
así, con esta imaginación, no se desesperó de hallar el fin desta apacible
historia, el cual, siéndole el cielo favorable, le halló del modo que se
contará en la segunda parte.
Segunda parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
Capítulo IX. Donde se concluye y da fin a la estupenda batalla que el
gallardo vizcaíno y el valiente manchego tuvieron
Dejamos en la primera parte desta historia al valeroso vizcaíno y al famoso
don Quijote con las espadas altas y desnudas, en guisa de descargar dos
furibundos fendientes, tales que, si en lleno se acertaban, por lo menos
se dividirían y fenderían de arriba abajo y abrirían como una granada; y
que en aquel punto tan dudoso paró y quedó destroncada tan sabrosa
historia, sin que nos diese noticia su autor dónde se podría hallar lo que
della faltaba.
Causóme esto mucha pesadumbre, porque el gusto de haber leído tan poco se
volvía en disgusto, de pensar el mal camino que se ofrecía para hallar lo
mucho que, a mi parecer, faltaba de tan sabroso cuento. Parecióme cosa
imposible y fuera de toda buena costumbre que a tan buen caballero le
hubiese faltado algún sabio que tomara a cargo el escrebir sus nunca vistas
hazañas, cosa que no faltó a ninguno de los caballeros andantes,
de los que dicen las gentes
que van a sus aventuras,
porque cada uno dellos tenía uno o dos sabios, como de molde, que no
solamente escribían sus hechos, sino que pintaban sus más mínimos
pensamientos y niñerías, por más escondidas que fuesen; y no había de ser
tan desdichado tan buen caballero, que le faltase a él lo que sobró a
Platir y a otros semejantes. Y así, no podía inclinarme a creer que tan
gallarda historia hubiese quedado manca y estropeada; y echaba la culpa a
la malignidad del tiempo, devorador y consumidor de todas las cosas, el
cual, o la tenía oculta o consumida.
Por otra parte, me parecía que, pues entre sus libros se habían hallado tan
modernos como Desengaño de celos y Ninfas y Pastores de Henares, que
también su historia debía de ser moderna; y que, ya que no estuviese
escrita, estaría en la memoria de la gente de su aldea y de las a ella
circunvecinas. Esta imaginación me traía confuso y deseoso de saber, real y
verdaderamente, toda la vida y milagros de nuestro famoso español don
Quijote de la Mancha, luz y espejo de la caballería manchega, y el primero
que en nuestra edad y en estos tan calamitosos tiempos se puso al trabajo y
ejercicio de las andantes armas, y al desfacer agravios, socorrer viudas,
amparar doncellas, de aquellas que andaban con sus azotes y palafrenes, y
con toda su virginidad a cuestas, de monte en monte y de valle en valle;
que, si no era que algún follón, o algún villano de hacha y capellina, o
algún descomunal gigante las forzaba, doncella hubo en los pasados tiempos
que, al cabo de ochenta años, que en todos ellos no durmió un día debajo de
tejado, y se fue tan entera a la sepultura como la madre que la había
parido. Digo, pues, que, por estos y otros muchos respetos, es digno
nuestro gallardo Quijote de continuas y memorables alabanzas; y aun a mí no
se me deben negar, por el trabajo y diligencia que puse en buscar el fin
desta agradable historia; aunque bien sé que si el cielo, el caso y la
fortuna no me ayudan, el mundo quedará falto y sin el pasatiempo y gusto
que bien casi dos horas podrá tener el que con atención la leyere. Pasó,
pues, el hallarla en esta manera:
Estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos
cartapacios y papeles viejos a un sedero; y, como yo soy aficionado a leer,
aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado desta mi natural
inclinación, tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía, y vile con
caracteres que conocí ser arábigos. Y, puesto que, aunque los conocía, no
los sabía leer, anduve mirando si parecía por allí algún morisco aljamiado
que los leyese; y no fue muy dificultoso hallar intérprete semejante, pues,
aunque le buscara de otra mejor y más antigua lengua, le hallara. En fin,
la suerte me deparó uno, que, diciéndole mi deseo y poniéndole el libro en
las manos, le abrió por medio, y, leyendo un poco en él, se comenzó a reír.
Preguntéle yo que de qué se reía, y respondióme que de una cosa que tenía
aquel libro escrita en el margen por anotación. Díjele que me la dijese; y
él, sin dejar la risa, dijo:
-Está, como he dicho, aquí en el margen escrito esto: "Esta Dulcinea del
Toboso, tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor
mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha".
Cuando yo oí decir "Dulcinea del Toboso", quedé atónito y suspenso, porque
luego se me representó que aquellos cartapacios contenían la historia de
don Quijote. Con esta imaginación, le di priesa que leyese el principio, y,
haciéndolo ansí, volviendo de improviso el arábigo en castellano, dijo que
decía: Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete
Benengeli, historiador arábigo. Mucha discreción fue menester para
disimular el contento que recebí cuando llegó a mis oídos el título del
libro; y, salteándosele al sedero, compré al muchacho todos los papeles y
cartapacios por medio real; que, si él tuviera discreción y supiera lo que
yo los deseaba, bien se pudiera prometer y llevar más de seis reales de la
compra. Apartéme luego con el morisco por el claustro de la iglesia mayor,
y roguéle me volviese aquellos cartapacios, todos los que trataban de don
Quijote, en lengua castellana, sin quitarles ni añadirles nada,
ofreciéndole la paga que él quisiese. Contentóse con dos arrobas de pasas y
dos fanegas de trigo, y prometió de traducirlos bien y fielmente y con
mucha brevedad. Pero yo, por facilitar más el negocio y por no dejar de la
mano tan buen hallazgo, le truje a mi casa, donde en poco más de mes y
medio la tradujo toda, del mesmo modo que aquí se refiere.
Estaba en el primero cartapacio, pintada muy al natural, la batalla de don
Quijote con el vizcaíno, puestos en la mesma postura que la historia
cuenta, levantadas las espadas, el uno cubierto de su rodela, el otro de la
almohada, y la mula del vizcaíno tan al vivo, que estaba mostrando ser de
alquiler a tiro de ballesta. Tenía a los pies escrito el vizcaíno un título
que decía: Don Sancho de Azpetia, que, sin duda, debía de ser su nombre, y
a los pies de Rocinante estaba otro que decía: Don Quijote. Estaba
Rocinante maravillosamente pintado, tan largo y tendido, tan atenuado y
flaco, con tanto espinazo, tan hético confirmado, que mostraba bien al
descubierto con cuánta advertencia y propriedad se le había puesto el
nombre de Rocinante. Junto a él estaba Sancho Panza, que tenía del cabestro
a su asno, a los pies del cual estaba otro rétulo que decía: Sancho Zancas,
y debía de ser que tenía, a lo que mostraba la pintura, la barriga grande,
el talle corto y las zancas largas; y por esto se le debió de poner nombre
de Panza y de Zancas, que con estos dos sobrenombres le llama algunas veces
la historia. Otras algunas menudencias había que advertir, pero todas son
de poca importancia y que no hacen al caso a la verdadera relación de la
historia; que ninguna es mala como sea verdadera.
Si a ésta se le puede poner alguna objeción cerca de su verdad, no podrá
ser otra sino haber sido su autor arábigo, siendo muy propio de los de
aquella nación ser mentirosos; aunque, por ser tan nuestros enemigos, antes
se puede entender haber quedado falto en ella que demasiado. Y ansí me
parece a mí, pues, cuando pudiera y debiera estender la pluma en las
alabanzas de tan buen caballero, parece que de industria las pasa en
silencio: cosa mal hecha y peor pensada, habiendo y debiendo ser los
historiadores puntuales, verdaderos y no nada apasionados, y que ni el
interés ni el miedo, el rancor ni la afición, no les hagan torcer del
camino de la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito
de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente,
advertencia de lo por venir. En ésta sé que se hallará todo lo que se
acertare a desear en la más apacible; y si algo bueno en ella faltare, para
mí tengo que fue por culpa del galgo de su autor, antes que por falta del
sujeto. En fin, su segunda parte, siguiendo la tradución, comenzaba desta
manera:
Puestas y levantadas en alto las cortadoras espadas de los dos valerosos y
enojados combatientes, no parecía sino que estaban amenazando al cielo, a
la tierra y al abismo: tal era el denuedo y continente que tenían. Y el
primero que fue a descargar el golpe fue el colérico vizcaíno, el cual fue
dado con tanta fuerza y tanta furia que, a no volvérsele la espada en el
camino, aquel solo golpe fuera bastante para dar fin a su rigurosa
contienda y a todas las aventuras de nuestro caballero; mas la buena
suerte, que para mayores cosas le tenía guardado, torció la espada de su
contrario, de modo que, aunque le acertó en el hombro izquierdo, no le hizo
otro daño que desarmarle todo aquel lado, llevándole de camino gran parte
de la celada, con la mitad de la oreja; que todo ello con espantosa ruina
vino al suelo, dejándole muy maltrecho.
¡Válame Dios, y quién será aquel que buenamente pueda contar ahora la rabia
que entró en el corazón de nuestro manchego, viéndose parar de aquella
manera! No se diga más, sino que fue de manera que se alzó de nuevo en los
estribos, y, apretando más la espada en las dos manos, con tal furia
descargó sobre el vizcaíno, acertándole de lleno sobre la almohada y sobre
la cabeza, que, sin ser parte tan buena defensa, como si cayera sobre él
una montaña, comenzó a echar sangre por las narices, y por la boca y por
los oídos, y a dar muestras de caer de la mula abajo, de donde cayera, sin
duda, si no se abrazara con el cuello; pero, con todo eso, sacó los pies de
los estribos y luego soltó los brazos; y la mula, espantada del terrible
golpe, dio a correr por el campo, y a pocos corcovos dio con su dueño en
tierra.
Estábaselo con mucho sosiego mirando don Quijote, y, como lo vio caer,
saltó de su caballo y con mucha ligereza se llegó a él, y, poniéndole la
punta de la espada en los ojos, le dijo que se rindiese; si no, que le
cortaría la cabeza. Estaba el vizcaíno tan turbado que no podía responder
palabra, y él lo pasara mal, según estaba ciego don Quijote, si las señoras
del coche, que hasta entonces con gran desmayo habían mirado la pendencia,
no fueran adonde estaba y le pidieran con mucho encarecimiento les hiciese
tan gran merced y favor de perdonar la vida a aquel su escudero. A lo cual
don Quijote respondió, con mucho entono y gravedad:
-Por cierto, fermosas señoras, yo soy muy contento de hacer lo que me
pedís; mas ha de ser con una condición y concierto, y es que este caballero
me ha de prometer de ir al lugar del Toboso y presentarse de mi parte ante
la sin par doña Dulcinea, para que ella haga dél lo que más fuere de su
voluntad.
La temerosa y desconsolada señora, sin entrar en cuenta de lo que don
Quijote pedía, y sin preguntar quién Dulcinea fuese, le prometió que el
escudero haría todo aquello que de su parte le fuese mandado.
-Pues en fe de esa palabra, yo no le haré más daño, puesto que me lo tenía
bien merecido.
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