En los brazos de mi pare de Marina Heredia
Letra de En los brazos de mi pare
El recibimiento que se hizo a Diego Velázquez en la mansión de los Virreyes, el siguiente día, a las nueve de la mañana, fue tan cordial como distinguido. El Almirante, acompañado de sus tíos, acogió al comandante de Jaragua como a un antiguo amigo; lo presentó a la Virreina y sus damas, y le retuvo a almorzar en la Fortaleza.
Velázquez hizo a su vez la presentación de los individuos de su séquito, para cada uno de los cuales tuvo el Gobernador un cumplido afable o una frase cortés.
Echó de menos en aquel acto a Enriquillo: —Me habían dicho, señor Don Diego, que con vos había venido un joven indio, vástago de los caciques de Jaragua.
—Efectivamente, señor —contestó Velázquez—. Traje conmigo a Enriquillo, que así es llamado por todos, y a quien amo como a un hijo; pero un triste acaecimiento lo ha afectado de tal modo, que está en el lecho con una fuerte calentura.
Y Velázquez refirió la muerte de Higuemota, según se la había participado Las Casas.
—Mucho siento ese suceso —dijo el Almirante Don Diego—; y aquí comienza el cumplimiento de un deber que me impuso mi buen padre Don Cristóbal... Esposa mía, vos cuidaréis de la orfandad de la niña que tanta impresión os hizo con su rara belleza el otro día. Yo tomare a mi cargo la salud del joven Enrique, pues considero, señor Don Diego Velázquez, que vuestra instalación de viajero recién llegado no os ha de permitir holgura para esa atención.
—A ella ha provisto desde el principio mi excelente amigo el Licenciado Las Casas, que por el motivo que discretamente ha anticipado Vueseñoria, hizo conducir anoche mismo a Enriquillo al convento de padres franciscanos, con quienes reside ahora el Licenciado, y en donde mi ahijado estará perfectamente asistido.
—No importa —repuso Diego Colón—; le enviaré mi médico, y cuidaré de que nada le falte. Y dio las órdenes correspondientes en seguida.
Por su parte la Virreina, con esa solicitud caritativa que convierte en ángeles a las mujeres, fue en persona a separar a la huérfana del cadáver de su madre, sugiriéndole su compasión ingeniosa y tierna el más delicado artificio para conseguir su objeto sin desgarrar el corazón de la interesante criatura. Dictó además Doña María, de concierto con Las Casas, disposiciones perentorias para que los funerales de Higuemota se hicieran con el decoro y lucimiento que correspondían a su rango; y así se efectuó en la tarde de aquel mismo día.
El almuerzo fue servido, y se resintió al principio de la tristeza que como una nube envolvía los ánimos por efecto de aquella muerte, que había venido a remover los sentimientos compasivos de la concurrencia. El único que estaba preocupado y triste por causa distinta era nuestro antiguo conocido Don Pedro Mojica, reflexionando que las cosas podían venir de modo que se viera constreñido a entregar la administración de los bienes de la difunta con estrecha cuenta de sus operaciones. El vivo interés que manifestaban los Virreyes por la suerte de la niña heredera, parecía al codicioso hidalgo de pésimo augurio para sus intereses.
Poco a poco, sin embargo, y a pesar de estos preliminares, la buena sociedad y los vinos generosos hicieron su efecto, desatando las lenguas e introduciendo el buen humor en la bien servida y suntuosa mesa de los Virreyes. Diego Velázquez, sometido a la influencia de aquella atmósfera donde se confundían y combinaban los misteriosos’ efluvios de la juventud, la belleza y la opulencia delicada y sensual, sentía la impresión de un bienestar y una dicha no gustados por él hacía mucho tiempo. Pasaban por su imaginación, como ráfagas de luz y de armonía, las reminiscencias de los encantados cármenes de Granada, en donde se habían deslizado entre risas y placeres, como las corrientes juguetonas de límpido arroyuelo entre las flores de ameno prado; los días de su feliz adolescencia.
Estas dulces y gratas memorias, a una con la magia de unos ojos negros como el azabache, que vertían el fuego de sus fascinadoras pupilas sobre la arrogante y simpática figura de Velázquez, causaron en el pecho del impresionable comandante súbito incendio de amor. María de Cuéllar, amiga y confidente íntima de la Virreina, hija única del Contador Cristóbal de Cuéllar, poseía, con una belleza peregrina, ese encanto irresistible, ese inefable hechizo que todo lo avasalla, esparciendo en torno suyo inspiraciones celestes y el tranquilo embeleso de la felicidad. Contemplábala extasiado, indiferente a cuanto lo rodeaba, un joven dotado de rara hermosura de tez morena y sonrosada, y cuyos labios rojos como la amapola apenas estaban sombreados por el naciente bozo. La linda doncella, después de satisfacer su femenil curiosidad analizando las facciones y el traje severo, al par que rico y elegante, de Diego Velázquez, volvió su rostro al susodicho joven, y le dirigió una sonrisa que encerraba todo un poema de ternura.
Velázquez se contristó visiblemente: había visto la expresiva demostración de la doncella, y no era dudoso que aquellos dos seres, que parecían hechos el uno para el otro, se adoraban recíprocamente.
Concluido el almuerzo, se formaron grupos que discurrían por la sala en conversación familiar. El comandante de Jaragua aprovechó la oportunidad para tomar del brazo a Hernán Cortés, diciéndole:
—Vos, que conocéis a todo el mundo, decidme: quién es ese mozo de aire afeminado que os ha apretado la mano hace un instante?
— Aquél? —preguntó Cortés, señalando al consabido mancebo.
—El mismo —contestó Velázquez.
—Ese es Juan de Grijalva, natural de Cuéllar —dijo Cortés sonriendo—: le conozco hace mucho tiempo...; cuatro horas a lo sumo.
— Dónde y cómo? —replicó Velázquez admirado.
—Esta mañana, vos dormíais aún, cuando yo salí a brujulear por la ciudad. Me dirigía a la marina; pero topé en el camino con Don Francisco Valenzuela, que me invitó a visitar las caballerizas del Virrey, a lo que accedí de buen grado; y con tan buena fortuna, que llegamos a tiempo de ver a este mozo, que vos tenéis por afeminado, cabalgando en un endiablado potro cordobés, negro como la noche y fogoso como una centella... Me dio tentación de montar elimpetuoso bruto, y Grijalva, muy complaciente, se avino a ello, haciéndome después grandes cumplidos por lo que llamaba mi destreza. En suma, quedamos íntimos amigos, como habéis podido observar; que yo no necesito mucho tiempo para conocer si un hombre merece mi amistad; y este joven hidalgo, a menos que yo me equivoque mucho, tiene gran corazón.
Velázquez oyó el animado relato de Cortés, y guardó silencio quedándose pensativo.
Llegó a este tiempo el médico del Virrey. Interrogado sobre el estado de Enriquillo, el grave doctor dio cuenta de su encargo con toda la solemnidad que requería el prestigio de la ciencia en aquel tiempo.
—Llegué al convento —dijo-, y con la venia del padre prior, a quien requerí en nombre de Vueseñoría, fui conducido a la celda que ocupa el joven enfermo. Es un doncel admirablemente constituido, de rico y generoso temperamento. La calentura, febris acuta, ha encontrado material abundante en qué hacer presa, abundantia sanguinis; y el delirio me indicó un peligroso agolpamiento a la cabeza, congestio inminens. Siguiendo las indicaciones de Avicena en estos casos, apliqué dos buenas sangrías en ambos brazos, y un pedilivium, baño de pies, hirviente, férvidus. Permanecí en observación por espacio de más de una hora, y vi el reposo apoderarse del paciente, restauratio causa requietionis. Ahora le he dejado profundamente dormido, con los pies envueltos en paños de aceite tibio, oleum calefactum; y certifico que, si los frailes que lo asisten le hacen guardar el régimen que he prescrito, a saber: dieta y tisana de ruibarbo, antes de un mes habrá recobrado la salud, prœsanabit. Pero debo decir a Vueseñoría que lo dudo; porque entre aquellos padres vive un laico que sin miramiento alguno se ha atrevido a contradecirme y a llamarme cara a cara ignorante... stultus.
Y el doctor dijo esto último con un ademán cómicamente trágico.
— Quién ha tenido esa osadía, doctor? —exclamó el Almirante, sin poder contener la risa.
—Un quidam —respondió el médico-, que he visto venir más de una vez a visitaros, y a quien oí que los frailes apellidaban Licenciado Las Casas. En todo caso, si realmente es Licenciado, debería respetar un poco más la ciencia.
—Ciertamente —repuso Don Diego Colón—, es sujeto que goza de merecido aprecio, y me admira que os haya ofendido sin motivo.
—Pretendió que la tisana de ruibarbo —prosiguió el resentido pedante—, no valia para el caso lo que el jugo de la piña, y fue hasta a porfiarme que, para la calentura, Avicena hacía mayor recomendación del tamarindo que del ruibarbo... Califiqué de herejía la audacia de aquel intruso, y entonces, citándome textos en latín de no sé qué autores, inventados en su caletre, acabó por decirme con gran desvergúenza que yo era un doctor indocto, un mentecato.
—No tengáis cuidado, mi excelente doctor —concluyó el Almirante—; yo pondré buen orden para que el desacato no se repita.
Diego Velázquez había asistido a todo este diálogo, manifestando el más vivo interés por lo que se refería a su protegido. Cuando el grave Galeno se retiró, el convidado, seguido de Cortés y su comitiva, se despidió del anfitrión y de las damas, diciendo que iba a cumplir el deber de velar por la salud de Enriquillo.
—Tened presente nuestro deseo de verle por acá tan pronto como convalezca —le dijo el Virrey, estrechándole cordialmente la mano.
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