Mi Fortuna de Efecto Pasillo
Letra de Mi Fortuna
Los viajeros llegaron sin incidente digno de mención a Santo Domingo, unos doce días después de haber despachado Las Casas su carta para Valenzuela. Sintió mucho el buen sacerdote la enfermedad de su excelente amigo, y el haber de pasarse sin verle apadrinar las bodas de Enrique. Este vertió todas sus penas y cavilaciones en el seno de su querido protector, quien procuró tranquilizarlo y desvanecer sus recelos.
—Las nuevas ordenanzas que han de plantear los padres comisarios –le dijo–, acaban de una vez con la maldita plaga de las encomiendas, y restituyendo los indios a la libertad, señalan a los caciques autoridad y preeminencias considerables. Yo te daré copia de esas providencias en que tuve no pequeña parte, pero que se deben a la bondad y justicia del cardenal Cisneros y del embajador Adriano; y siendo tú quien eres, con instrucción y doctrina como tienen pocos de los vecinos principales de esta isla quién te ha de ir a la mano, ni en vida de mi buen amigo Valenzuela, ni cuando a Dios nuestro señor le plazca llamarlo así? Cortado entonces por la muerte el vínculo de amor y gratitud que hoy te liga a tu actual patrono, serás tan libre y señor absoluto de tu albedrío y tus acciones como yo: qué tienes, pues, que temer?
Enrique pareció quedar convencido con los razonables argumentos de Las Casas, y desde entonces afrontó con más tranquilidad su porvenir.
Vio y habló a Mencía en presencia de la Virreina y sus damas: deliberó en familiar coloquio con su novia todos los pormenores del casamiento, y la vida que habían de hacer en la Maguana, y se mostró en todas sus maneras y palabras más desembarazado y seguro de sí mismo que la vez pasada. Esto podía ser efecto, en primer lugar, de la presencia del bondadoso Las Casas, que, como nadie, sabía inspirar a Enriquillo confianza y serenidad de ánimo; y en segundo lugar, de que, recibido por todos en el palacio de la Virreina como un antiguo conocido, y no siendo ya una novedad aquel matrimonio para ninguno de los moradores o allegados de la casa, la femenil curiosidad se desviaba del modesto cacique para cebarse en la gallardía y arrogancia del joven Valenzuela, que con la riqueza de sus vestidos y la distinción de su persona atrajo toda la frívola atención y deslumbró completamente a aquella turba de desocupadas doncellas, que acogían con avidez cualquier objeto nuevo que de algún modo alterara el cotidiano y acompasado movimiento vital en que la noble María de Toledo había encerrado su melancolía de esposa solitaria.
Andrés de Valenzuela causó, pues, la más favorable impresión entre las damas de la Virreina, y la sensible Elvira, ya bastante conocida del lector, fue la que con más vivacidad y desenvoltura aprovechó su reminiscencia del presente llevado al Almirante años atrás por el joven Valenzuela de parte de su padre, para entrar en conversación con el apuesto hidalgo y hacerle comprender el lisonjero triunfo que había alcanzado en todos aquellos blandos y combustibles corazones. Elvira era hermosa; tenía esos ojos de fuego y esas mejillas color de cereza que son tan comunes en la siempre morisca Andalucía, y el galante mancebo manifestó mucha complacencia al verse tan graciosamente acogido por la bella compatriota de los abencerrajes. Todos los circunstantes creyeron advertir, por consiguiente, como el principio de unos amoríos en aquellas demostraciones recíprocas de simpatía entre el gallardo Andrés de Valenzuela y la amable, la demasiado amable Elvira Pimentel. Despedidos los huéspedes, ésta recibió con todo el deleite de su vanidad halagada las felicitaciones que, no sin secreta envidia, le tributaron sus compañeras: después tomó a Mencía del brazo, según lo había hecho un año antes, y se fue a conversar con ella a un balcón retirado.
—Estás contenta de tu Enrique? –preguntó a Mencía.
—Sí; ha estado muy razonable en todo –respondió ésta–: no se ha mostrado quejoso como la vez pasada; y más bien yo fui la que le di quejas.
—De qué?
—De no haberme escrito sino cuatro veces en un año: él porfió y juró que me había escrito más de quince cartas, y lo creo, porque él no es capaz de mentir; pero estas cartas adónde habrán ido a parar, Elvira?
—Se habrán perdido en el camino, Mencía; como la Maguana está tan lejos… –contestó con distracción Elvira; y luego con repentina viveza volvió a preguntar:
—Qué te dijo el señor Andrés Valenzuela cuando te saludó?
—Fue muy amable y cortés –respondió Mencía–, y me dijo que se alegraba de mi matrimonio con Enrique, a quien ama como a un hermano.
—¡Bien! Mencía: sabes que me agrada mucho ese joven? –repuso Elvira.
—Sí; ya he visto que conversaste con él mucho –dijo Mencía con sencillez.
—¡Ah, –exclamó la ligera granadina– si Dios me lo diera por esposo…!
—¡Qué cosas tienes, Elvira! –replicó Mencía en tono de reproche–. Ya suspiras por Don García, que está con su mujer en España; ya deseas casarte con otro a quien apenas conoces…
—No entiendes de estas cosas, Mencía –replicó llevándose la mano al corazón Elvira–. Esta vez va de veras: amo con pasión a Valenzuela.
—Pues yo no sé lo que es amar con pasión –dijo Mencía.
—Comienzo a creer que tú no sabes amar de ninguna manera, pobre Mencía –repuso Elvira–. Todas mis amigas, menos tú, me han felicitado hoy por mi fortuna en haber agradado a Valenzuela; y hasta la señora Virreina me dijo indirectamente que era un buen partido.
—¡Ojalá Dios te lo depare, Elvira! –concluyó con afectuosa naturalidad Mencía, que recibió un sonoro beso de la apasionada andaluza en pago de su buen deseo.
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