Lucila de Enrique Guzman
Letra de Lucila
Efectivamente, como lo dijo a Enrique fray Remigio, había muerto en 1525 el gobernador Diego Velázquez, Adelantado de Cuba. No fue feliz durante los últimos años de su vida; su estrella se eclipsó desde que, pagando con ingratitud a Diego Colón y a Juan de Grijalva –los personajes que más habían hecho por su fortuna y su fama–, se prestó a secundar las intrigas de Fonseca contra el primero, y despojó al segundo de su legítima gloria y sus derechos sobre el descubrimiento y la conquista de Méjico. Hernán Cortés fue el instrumento escogido por la divina justicia para vengar aquellas dos almas generosas, hiriendo por los mismos filos de la ingratitud la soberbia ambición del conquistador de Cuba.
El Almirante Diego Colón, víctima de las intrigas de sus émulos de la Española, murió un año después que Velázquez, siguiendo sus perpetuos litigios en España y lejos de su amada familia.
Gonzalo de Guzmán, que bajo la protección de éste había logrado acreditar sus talentos y sobresaliente mérito en arduos negocios que repetidas veces le condujeron a la corte de España, fue el designado por Doña María de Toledo, ya viuda, a su augusto sobrino el Emperador, para suceder al difunto Adelantado Velázquez. De este modo la noble matrona pagó a fuer de agradecida la adhesión y los servicios de Guzmán a su casa.
El segundo gobernador de Cuba era bueno, y por consiguiente no le faltaron pesadumbres en su mando: la humanidad con que procuraba el bien de los indios cubanos le suscitó ruidosas luchas y grandes disgustos con los engreídos colonos de aquella isla, no menos aferrados a la opresión y a sus inicuos medros que los leales servidores del Rey en la Española.
No nos alejemos de ésta en pos de muertos y ausentes; y dejando al Gobernador o semidiós de Cuba, Gonzalo de Guzmán entre las flores y espinas de su encumbrado puesto,
como a su amigo García de Aguilar siguiendo fielmente la variada fortuna de la casa de Colón, volvamos a la tierra predilecta del gran Descubridor, donde reclaman nuestra atención otros sucesos que tuvieron decisiva influencia en la rebelión del Bahoruco, acaudillada por el humano, valeroso y hábil Enriquillo.
Mientras que fray Remigio desempeñaba su poco afortunada comisión con el rebelde cacique, Hernando de San Miguel, capitán experimentado en el arte de la guerra, y que había servido en todas las campañas de la isla desde el tiempo de la conquista, aceptaba de la
Audiencia el difícil encargo de pacificar por fuerza de armas al Bahoruco. A punto de partir de Santo Domingo a tomar el mando de las milicias ya reunidas en la proximidad de las sierras, llegó de España el ilustre obispo Don Sebastián Ramírez, que a su alta dignidad eclesiástica unía los elevados cargos de Gobernador de la Española y presidente de su Audiencia. Era varón de gran virtud y sabiduría. Como sacerdote de un Dios benéfico y de paz, supo imprimir a su potestad de mandatario público el carácter pacífico y piadoso de su ministerio sagrado.
Al informarse de las últimas ocurrencias de la isla, no permitió que el capitán San Miguel saliera a su empresa antes de que fray Remigio regresara del Bahoruco; y cuando el buen religioso llegó y dio cuenta de las disposiciones, actos y palabras de Enriquillo, el prelado sujetó a prudentes y acertadas instrucciones la ardua comisión del veterano. Escribió al mismo tiempo al emperador Carlos V, haciéndole amplia relación del estado en que había encontrado la isla, sin paz ni seguridad, despoblándose continuamente, paralizado su comercio, nulas sus industrias, y casi al borde de una completa ruina; todo por efecto de la rebelión de Enriquillo, y del tiránico gobierno que había dado ocasión a este triste suceso, como al aniquilamiento rápido de la raza indígena.
Extendíase además el prelado presidente sobre los hechos, valor y humanidad de dicho caudillo, a quién creía conveniente y justo atraer a términos pacíficos, por medio de grandes concesiones que repararan en lo posible los agravios que él y los suyos habían recibido en sus personas, libertad y bienes.
Partió San Miguel para el Bahoruco después de comprometerse a secundar fervorosamente estas nobles y cristianas miras del prelado; y son dignas de admiración la energía y eficacia con que el viejo militar penetró en las temibles gargantas de la ya célebre sierra, desplegando en su empeño pacífico mayor decisión y esfuerzo que los demás capitanes, sus predecesores en forzar con las armas los pasos y las defensas del Bahoruco.
Hízose conducir por mar con la mayor parte de su gente hasta el puerto de Jáquimo, y desde allí entró rápidamente en las montañas, logrando sorprender descuidada aquella sección del territorio sublevado, que era familiar a sus recuerdos, por haber acompañado a Diego Velázquez, hacía veinticinco años, en la campaña contra Guaroa. Fácil le fue por lo mismo penetrar hasta el punto más céntrico de la vasta serranía, causando grande alarma en los descuidados súbditos de Enrique; sin embargo pronto se tranquilizaron, al cerciorarse de que San Miguel hacía respetar esmeradamente cuantos indios caían en su poder, devolviéndoles inmediatamente la libertad, después de informarse con ellos del paradero del cacique soberano; y sin permitir que se tocara tampoco a ninguno de los abundantes y lozanos cultivos que hallaba a su paso, a menos que sus dueños consintieran de grado en vender sus frutos; con lo cual durante dos o tres días prosiguió su marcha sin contratiempo, hasta acercarse bastante a la residencia habitual de Enriquillo y Mencía en El Burén.
Encontró al cabo una tropa de guerreros indios en actitud de disputarle el pago resueltamente. Mandábala Alfaro, uno de los mejores capitanes de Enriquillo, el cual se negó a admitir el parlamento a que le convidaba San Miguel, y empezó a hostilizarlo con sus ballestas y hondas, provocándole a combate.
Entonces el viejo adalid castellano cargó con brío irresistible sobre la gente de Alfaro, y la desalojó de la altura que ocupaba. Por un momento llegaron a creer los defensores del paso que estaba comprometida la seguridad de Enriquillo, y situándose en otro cerro inmediato, mandaron aviso al cacique de aquella gran novedad. Jamás había sucedido caso igual desde el principio de la rebelión del Bahoruco. Enriquillo al recibir la noticia, no perdió su extraordinaria presencia de ánimo: envió
a Vasa a requerir las tropas que custodiaban los desfiladeros principales; y poniéndose él mismo a la cabeza de los pocos hombres de armas que tenía consigo, ceñida la espada y seguido de dos jóvenes pajes que le llevaban las dos lanzas con que acostumbraba entrar en combate, fue el intrépido caudillo al encuentro de San Miguel, que ya distribuía su gente para dar otro asalto a la nueva posición de Alfaro.
Era de ver aquel anciano y esforzado Capitán, con su barba venerable y sus bélicos arreos; el cual, dando ejemplos de agilidad y arrojo a sus soldados, franqueaba los obstáculos como si se hallara en los mejores días de su juventud. Enrique lo divisó de lejos, y justo admirador como era de todo lo que salía de la esfera común, resolvió no empeñar combate con aquel valeroso anciano, sino cuando el caso se hiciera del todo inevitable.
Ocupó, pues, con su gente una cresta culminante, a corta distancia de otra escarpadura frontera, por la cual comenzaba a subir el veterano español: entre ambas eminencias había un profundo barranco, y por su oscura sima se oía correr despeñado un caudaloso torrente.
Hernando de San Miguel reparó en el cacique, desde la cumbre a que trabajosamente acababa de ascender, y permaneció un rato suspenso ante la marcial apostura de aquella inmóvil estatua, que tal parecía Enriquillo, medio envuelto en su lacerna, empuñando en la diestra una lanza de refulgente acero, cuyo cuento reposaba en tierra; la mano izquierda impuesta sin afectación sobre el pomo de su espada. Tranquilo y sereno contemplaba los esfuerzos que hacía la tropa castellana por llegar al escarpado risco donde estaba su infatigable jefe. El sol, un sol esplendoroso del mediodía, bañaba con ardiente luz aquella escena, y prestaba un brillo deslumbrador a los hierros de las lanzas de los guerreros indios y a las bruñidas armas de los soldados españoles.
San Miguel habló con voz sonora, dirigiéndose a la inmóvil figura humana que descollaba a su frente.
—Es Enriquillo?
—Enrique soy –contestó con sencillez el cacique.
—Buscándoos he venido hasta aquí, ¡vive Dios! –dijo el viejo Capitán con brusco acento.
—¡Vive Dios, que el que me busca me encuentra! –respondió Enriquillo sin alterarse–. Quién sois vos? –agregó.
—Soy Hernando San Miguel, capitán del Rey, que vengo mandado por su Gobernador el señor obispo Ramírez, a convidaros con la paz; o a haceros cruda guerra si os obstináis en vuestra rebelión.
—Señor capitán San Miguel –replicó Enriquillo– si venís de paz por qué habláis de guerra?
—De paz vengo, señor Enriquillo –dijo San Miguel suavizando el tono– y Dios no permita que vos me obliguéis a haceros guerra.
—Bajo qué condiciones pretendéis que me someta? –preguntó el cacique.
—¡Hombre, hombre! –contestó con militar rudeza el castellano– eso es para dicho despacio, y ya el sol nos está derritiendo los sesos.
—Queréis que nos veamos más de cerca? –volvió a preguntar Enrique.
—¡Toma si quiero! A eso he venido –contestó San Miguel.
—Pues haced que se aleje vuestra gente; quede tan solo uno de atalaya por cada parte, y a la sombra de aquella mata podremos hablar con descanso.
—Convenido, cacique –dijo San Miguel; y pocos minutos después Enrique, al pie del alto risco, apoyándose en su lanza, saltaba audazmente a través del profundo barranco, yendo a parar a corta distancia del caudillo español.
—Buen salto, cacique, ¡vive Dios! –exclamó San Miguel sorprendido.
—A mi edad vos lo haríais mejor que yo sin duda, Capitán –respondió cortésmente Enriquillo– pues os he visto subir y bajar laderas como si fuerais un muchacho.
—No recuerdo, sin embargo, haber dado nunca un salto como ese –insistió el veterano–. Tratemos de nuestro asunto.
Y entrando en materia expuso a Enriquillo en franco lenguaje la comisión que había recibido del obispo Gobernador; el cual exhortaba al cacique a deponer las armas, seguro de hallar en el mismo prelado favor y protección ilimitada, en gracia de las bellas cualidades que había dado a conocer en todo el decurso de su rebelión, y prometiéndole bienestar, consideraciones y absoluta libertad a él y a todos los indios que militaban y vivían bajo sus órdenes.
Era entendido que el cacique debía devolver el oro que había apresado en el barco procedente de Costa Firme, y poner término a las depredaciones de Tamayo.
Enriquillo habló poco y bien, como acostumbraba. Dijo que él no aborrecía a los españoles; que amaba a muchos de ellos a quienes debía beneficios; pero que como los malos eran en mayor número y los más fuertes, él había debido fiar su libertad y su justicia a la suerte de las armas y a la fragosidad de aquella hospitalaria sierra, donde no había hecho cosa de que tuviera que arrepentirse. Agregó que él no estaba distante de avenirse a las proposiciones del señor obispo, que le parecían dictadas por un espíritu de concordia y rectitud, y sólo pedía tiempo para allanar las dificultades que se oponían a la sumisión, que nunca haría sin contar con la seguridad de que las ventajas con que a él se le convidaba habían de alcanzar igualmente a todos sus compatriotas.
En cuanto a la reducción de Tamayo, ofreció el cacique intentarla en cuanto de él dependiera; y respecto del oro y el aljójar de Costa Firme, expresó que estaba pronto a devolverlos, si se le ofrecía no inquietar el Bahoruco con nuevas invasiones armadas. San Miguel lo prometió, salvando la autoridad de sus superiores; y quedó convenido que al día siguiente, en tal punto de la costa que se designó, Enriquillo haría la entrega de aquel tesoro que tanto echaban de menos las autoridades de la Española, y que para nada había de servir a los alzados del Bahoruco.
Terminado este convenio verbal, Enriquillo y San Miguel se despidieron con muestras de cordial amistad, y se volvieron cada cual a los suyos, a tiempo que el caracol hacía oír sus lejanos ecos avisando la llegada de Vasa al frente de la aguerrida tropa que había ido a buscar, y que el caudillo dejó a sus inmediatas órdenes por precaución.
El día siguiente, en el punto y hora convenidos, se hallaban el oro y el alfójar mencionados expuestos en grosera barbacoa y bajo una enramada o dosel de verdura todo confiado a la custodia de Martín Alfaro con una compañía de indios bien armados. Ofrecían maravilloso contraste las barras de oro amontonadas y los rimeros y blanco y luciente aljófar, sobre
aquellos toscos y rústicos maderos que le servían de sustentáculos. Había otras barbacoas o cadalechos, a guisa de mesas, cubiertos de abundantes víveres y manjares destinados a obsequiar a los huéspedes castellanos.
Contento San Miguel con el feliz éxito de su expedición, llegó a la cabeza de su lucida milicia, con banderas desplegadas, marchando al compás de la marcial música de sus trompetas y tambores. Se dio por cierto generalmente que Enriquillo lo aguardaba en la referida enramada, y que despertando sus recelos la vista de aquel aparato militar y de la nave que a toda vela se acercaba a la costa para embarcar los expedicionarios y el valioso rescate, el desconfiado cacique se había retraído al monte, pretextando súbita indisposición; pero es más conforme con el carácter de Enriquillo y con las circunstancias del caso, pensar que para librarse de concluir ningún compromiso respecto a la propuesta de sumisión, el prudente caudillo prefirió no comparecer, y excusarse con el referido pretexto. El resultado fue que Hernando de San Miguel, aunque sintiendo muy de veras la ausencia del cacique, hizo honor al festín con sus compañeros de armas, y se volvió para Santo Domingo, más satisfecho que Paulo Emilio cuando llevaba entre sus trofeos para Roma todas las riquezas del vencido reino macedónico. El anciano Capitán no halló sin embargo el recibimiento que merecía. La liberalidad de Enriquillo fue altamente elogiada en toda la isla; su nombre resonó por el orbe español acompañado de aplausos y bendiciones –¡tanto puede el oro!– mientras que el desgraciado San Miguel no recogió sino agrias censuras, teniéndose generalmente por indiscreto y torpe el regocijado alarde con que quiso el sencillo veterano celebrar la naciente
concordia; y nadie puso en duda que aquel acto inocente impidió por entonces la completa sumisión del cacique. ¡Tanto puede la ingratitud!.
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