Dice la canción

Ciudad Condal de Juan Valverde

album

Fuera Sigue Lloviendo

12 de abril de 2012

Significado de Ciudad Condal

collapse icon

La canción "Ciudad Condal" del artista Juan Valverde es una obra profundamente ligada a la historia y los privilegios de la Universidad y Consulado de Mercaderes en la ciudad de México durante la época colonial. A través de los versos, se exploran las raíces comerciales arraigadas en el Consulado de Mar Mediterráneo, destacando cómo los mercaderes buscaban proteger sus intereses y resolver disputas comerciales de manera ágil.

La letra revela la importancia que la monarquía hispana otorgó a las corporaciones existentes al dotarles de un estatuto jurídico especial. Se enfatiza el papel crucial que tenían los mercaderes en las transacciones comerciales dentro y fuera de Nueva España, mostrando cómo su poder económico se combinaba con los privilegios asociativos y judiciales otorgados por el soberano.

El análisis emocional tras la letra nos lleva a reflexionar sobre la intrincada red de influencias y poder que rodeaba a estos mercaderes. La devoción por mantener sus privilegios corporativos exclusivos durante más de doscientos años revela un sentido de pertenencia y un afán por preservar su estatus social elevado frente a posibles competidores o amenazas externas.

La ironía presente en la canción radica en cómo, a pesar del amor por el comercio y por el poder conferido por la monarquía, también se evidencian conflictos internos y disputas por el control del consulado. Los beneficios obtenidos a través del ejercicio de la justicia privativa se contrastan con las luchas internas entre los miembros por acceder a cargos representativos que les permitían usufructuar aún más los excedentes financieros.

En términos musicales, "Ciudad Condal" se inscribe dentro del género pop-rock, con influencias de La Caja De Pandora que añaden capas emocionales complementarias a la narrativa histórica expuesta en la letra. La instrumentación variada y envolvente contribuye a crear una atmósfera evocadora que transporta al oyente al escenario colonial descrito en la canción.

En resumen, "Ciudad Condal" es mucho más que una canción; es una ventana hacia un pasado cargado de intrigas políticas, económicas y sociales donde los mercaderes luchaban por mantener su poder e influencia mediante privilegios otorgados desde las altas esferas del poder. Esta pieza musical invita al oyente a reflexionar sobre las complejas dinámicas históricas y humanas detrás del mundo comercial colonial.

Interpretación del significado de la letra realizada con IA.

# Guillermina del Valle Pavón, "El régimen de privilegios de la Universidad y Consulado de Mercaderes de la ciudad de México

El régimen de privilegios de la Universidad y Consulado de Mercaderes de la ciudad de México

Guillermina del Valle Pavón

El cuerpo mercantil tiene sus raíces en el Consulado de Mar del Mediterráneo, asociación creada durante la еdad media por mer­caderеs y marinos con el doble objeto de proteger sus intereses y agilizar la resolución de las disputas comerciales. Una vez que se consolidó la monarquía hispana, ésta reconoció los privilegios de las corporaciones existentes y empezó a dotar a otros grupos so­cialmente fuertes de un estatuto jurídico especial. A los mercaderes de los principales centros comerciales de Castilla, que estaban aso­ ciados en las llamadas universidades de mercaderes, el soberano les brindó el privilegio de aplicar la justicia privativa, a partir de lo cual quedaron establecidos como consulados. Desde la edad media, en el reino de Aragón se había dotado de privilegios a los mercaderes que trataban al por mayor con otros reinos, en razón de que las leyes y los autores del derecho sostenían que debían “ser ayudados, amparados y favorecidos y gozar de muchos privilegios é inmunidades”. Tales consideraciones obe­decían a la dependencia que tenían los monarcas y los reinos de la actividad realizada por los mercaderes, y en razón de las “muchas pérdidas que suelen tener en donde esperan crecidas ganancias”, por lo que sus riquezas solían “deshacerse y desbaratarse, muchas veces tan fácilmente como las telas de las arañas”. En Nueva España los mercaderes de la ciudad de México fi­nanciaban la minería con la intención de concentrar los metales preciosos, como clave para detentar la hegemonía en las transaccio­nes realizadas dentro y fuera de Nueva España. En 1592 obtuvie­ron licencia real para erigir un consulado, cuando Felipe II emprendió una serie de medidas de carácter institucional con el propósito de consolidar el comercio atlántico que aseguraba la lle­gada de los caudales americanos. En consecuencia, al poder económico que detentaban los mercaderes de México se unieron los pri­vilegios de la asociación, la representación y la aplicación de la justicia mercantil. Los mercaderes de México mantuvieron los pri­vilegios corporativos de manera exclusiva por poco más de dos­ cientos años, por el empeño de la monarquía en impedir que se es­tablecieran otros grupos de poder local con facultades jurídicas. En el presente ensayo se analizan los privilegios que el soberano otorgó a los mercaderes de México mediante la constitución del consulado y la forma en que éstos pudieron constituir una de las principales corporaciones de Nueva España. Qué distinguía al proceso judicial del consulado? Qué requisitos se imponían para pertenecer a la corporación mercantil y qué beneficios obtenían sus miembros? De qué recursos se valían los representantes del consulado para favorecer la actividad de sus integrantes? Median­ te qué prácticas se consolidaron las redes en que fundaron su poder los mercaderes? Estas son algunas de las cuestiones que se analizan a continuación. En la última parte del trabajo se examina uno de los privile­gios que generó mayores beneficios a la universidad de mercaderes, la administración de derecho de alcabalas, que gravaba los inter­ cambios en el distrito de la ciudad de México. Los mercaderes que ocuparon los cargos de representación del consulado se arrogaron ciertas prerrogativas que favorecieron sus negocios y los de los in­ dividuos que formaban parte de sus redes de negocios. La renta de alcabalas por parte del cuerpo mercantil brindó al prior y a los cónsules la posibilidad de quedar exentos del pago del gravamen y aplicar descuentos a sus allegados, aunque el mayor beneficio que obtuvieron consistió en disponer del usufructo de los excedentes de la recaudación.

Los privilegios de la corporación mercantil

Los mercaderes de la ciudad de México obtuvieron autorización de Felipe II para erigir un consulado en 1592. El control de los metales preciosos permitió a dichos mercaderes concentrar la mayor parte de los intercambios que se realizaban dentro de Nueva Es­paña en otros espacios de Hispanoamérica, con la metrópoli y Fi­lipinas. El monarca otorgó la licencia para fundar el consulado de México casi treinta años después de que los mercaderes la solicitaron; se hacía evidente que los privilegios inherentes a la corpora­ción conferían enorme poder al grupo beneficiado. La universidad de mercaderes era facultada para elegir entre ellos a los encargados de ejercer la justicia comercial y representar las demandas de la co­munidad; asimismo podía elaborar las ordenanzas que le dieran normatividad, así como disponer de los productos de un gravamen establecido para su mantenimiento. Felipe II autorizó el establecimiento del consulado de Méxi­co por su interés en consolidar la carrera de Indias, en gran medida por la necesidad de los recursos fiscales, que garantizaban el cré­dito con el que sostenía sus campañas bélicas. El establecer el cuer­po mercantil consolidó la posición de los mercaderes que financiaban la producción minera y garantizaban la remisión de metales preciosos a la metrópoli, mientras que el soberano dispuso de una instancia mediadora que le permitió obtener el apoyo de sus miem­bros para realizar las obras portuarias, cobrar el derecho de alca­balas y recibir financiamiento para sus campañas bélicas. Además, el establecimiento de la corporación mercantil en la capital de Nue­va España favoreció la consolidación del poder central, al reafirmar la posición de la ciudad capital como el principal núcleo mercantil y financiero del virreinato.

La aplicación de la justicia mercantil

La razón fundamental de la existencia del consulado radicaba en la necesidad que tenían los propios mercaderes de resolver sus in­conformidades y desacuerdos según sus costumbres y de manera expedita; éstas habían sido las causas de la creación del Consulado de Mar mediterráneo, en tanto que las universidades de mercaderes de Burgos, Bilbao y Sevilla se habían constituido en consulados una vez que la monarquía les había otorgado facultades judiciales. Los mercaderes de México demandaron la creación de un consulado con el propósito de que el rey les diera licencia para establecer su propio tribunal. En su solicitud de 1561 los mercaderes de México explicaron que las diferencias comerciales “consistían más en costumbres y cuentas y estilo de mercaderes, que no en derecho”, motivo por el cual en muchas ocasiones los mismos jueces les remitían dichas querellas. Y para reforzar su argumento, hicieron hincapié en los “grandes daños y costas” que padecían cuando las resoluciones de las justicias ordinarias se retrasaban indefinidamente. Así, los mercaderes expusieron con toda claridad su deseo de sustraer las cau­sas mercantiles de la jurisdicción ordinaria. Puesto que la principal responsabilidad de la corona era la aplicación de la justicia, en la cédula de establecimiento del consu­lado Felipe II otorgó a los mercaderes de México licencia para ele­gir y nombrar prior y cónsules que “puedan conocer y determinar las causas en que estuvieran implicados”, siempre y cuando se relacionaran con “su trato y comercio”. El soberano delegó en el prior y los cónsules facultades judiciales, de modo que quienes ocupaban dichos oficios adquirían el oficio de “Juézes de su Majestad”. La jurisdicción consular estaba determinada por un elemento subjetivo, la condición de mercader, y otro objetivo, que se tratara de actos de comercio. El juzgado del consulado debía resolver las controversias mercantiles con la mayor rapidez a fin de no obsta­culizar las contrataciones, de modo que el procedimiento del tri­bunal mercantil se distinguía por su sencillez, mientras que la prin­cipal función de prior y cónsules radicaba en buscar la negociación y la conciliación. Para ello, el demandante debía hacer una breve “relación de palabra” ante prior y cónsules, quienes a continuación escuchaban los argumentos de la defensa. Únicamente cuando no se llegaba aun acuerdo se presentaban escritos sencillos, elabora­dos sin recurrir a leyes, juristas o escribanos; de lo contrario eran rechazados y tenían que presentarse nuevamente en el término de veinticuatro horas. En el tribunal mercantil no había lugar a alegatos, únicamente se presentaban pruebas para esclarecer los hechos en disputa: li­bros, recibos y cuentas relacionados con los litigios. Con el propó­sito de agilizar las resoluciones, prior y cónsules podían apoyarse en los miembros de la corporación para revisar los documentos en cuestión. El consulado sólo tenía jurisdicción original o de primera instancia, por lo que las apelaciones quedaban a cargo del juez de alzadas, que era nombrado por el virrey entre los oidores de la au­diencia, de acuerdo con su antigüedad; en esta forma, el ejercicio de la justicia mercantil quedaba en última instancia sujeto a las de­ terminaciones de la autoridad real. Desde las últimas décadas del siglo XV la monarquía había re­afirmado su dominio sobre los cuerpos mercantiles al reservarse la designación del juez de alzadas, la aprobación de sus ordenanzas y la designación de sus representantes. En el caso del consulado de México, el prior y cónsules recién electos acudían ante el virrey para que ratificara sus nombramientos. Asimismo, el monarca fa­cultó al prior y a los cónsules para elaborar sus ordenanzas, toman­do como precedente los cuerpos mercantiles de Sevilla y Burgos. La reglamentación de la corporación normó los aspectos relativos a su régimen interno y el procedimiento judicial de su tribu­nal, el cual reprodujo prácticamente el de su contraparte sevillana, debido al interés de la corona en mantener centralizado y uniforme el ordenamiento jurídico mercantil del imperio. No obstante, el Consejo de Indias aprobó las ordenanzas de la corporación en Ojo. Es posible que por el mismo afán de ejercer control sobre el juzga­do del consulado, éste se haya ubicado en el palacio-virreinal, que albergaba a los principales tribunales de Nueva España, a diferencia de los consulados de la península, que se localizaban en las lonjas, lugar donde se realizaban los tratos al por mayor. La competencia del juzgado del consulado comprendía los asuntos tocantes al trato de mercaderías: compras, ventas, true­ques, cuentas, cambios, seguros, compañías, factorías, fletamentos de recuas y navíos, letras, empréstitos, deudas, fraudes, quiebras, concursos de acreedores, así como las penas e intereses que resultaran de los contratos mercantiles; en consecuencia, quedaban bajo su jurisdicción mercaderes, corredores, factores, encomenderos, cargadores, dueños y maestres de navíos, barqueros, arrieros y ca­rreteros, así como todo aquel que tuviera diferencias o pleitos con los miembros de la corporación. En el antiguo régimen coexistían diversos ordenamientos ju­rídicos por el predominio de la tradición estamental-corporativa. Dada la rígida estratificación de la sociedad, la competencia de los tribunales se determinaba más por la calidad de las personas que por el asunto del litigio. Los mercaderes debían ser demandados en el consulado, mientras que los miembros de corporaciones con fuero propio debían ser emplazados en sus respectivos tribunales (eclesiástico, militar, etc.), aun tratándose de asuntos comerciales, y el resto de las personas ante la justicia ordinaria. De acuerdo con Hevia Bolaños, “el actor ha de seguir el fuero del reo”. La posibilidad de que la competencia de los juzgados pudie­ra ser determinada tanto por la materia del litigio como por el fuero del demandado daba lugar a que las jurisdicciones se traslapa­ran, creando disputas entre los tribunales. El monarca tenía la prerrogativa de determinar los conflictos sobre la competencia de los juzgados en la metrópoli y el virreinato, situación que le per­mitió ejercer el poder y mantener el equilibrio entre las corpora­ciones. Los conflictos de jurisdicción se encontraban entre los principales problemas que tuvieron que atender los tribunales mercantiles. El consulado de México luchó desde el principio por ampliar su jurisdicción, disputando a otros juzgados el conocimiento de las causas que consideraba debían entrar en el ámbito de su com­petencia. En 1597 el monarca asignó al virrey la resolución de los conflictos de competencia que se presentaban entre el juzgado del Consulado, la Audiencia y la justicia ordinaria. Ante la comple­jidad de las disputas de precedencia, en 1615 se acordó que el vi­rrey debía resolverlas, con auxilio del oidor de mayor rango y el al­calde del crimen de la Audiencia, reunión que fue conocida como junta de competencias. En un inicio la jurisdicción del consulado de México com­prendía a los mercaderes que trataban en Nueva España y sus pro­ vincias: “el Nuevo Reyno de Galizia, Nueva Vizcaya, Guatemala, Yucatán, y Soconusco”, así como en Castilla, Filipinas y Perú. Sin embargo, en 1593 se estableció que el comercio con Filipinas, que hasta entonces había sido controlado por los mercaderes de México, debía quedar a cargo de los residentes de Manila, por lo que se sustrajeron de la jurisdicción del consulado las contratacio­nes de las islas Filipinas y “de la China”. En 1631 el monarca pro­hibió el tráfico con Perú, de modo que quedaron también al mar­ gen dé la jurisdicción del consulado los mercaderes que trataban en dicho virreinato. Con el propósito de que el consulado pudiera solventar los sueldos de sus ministros, asesores y empleados, así como los gastos administrativos, poco después de su fundación obtuvo la prerrogativa de cobrar una avería de dos al millar (0.2%) sobre todos los bienes que los mercaderes matriculados metieran y extrajeran por mar a Nueva España. Más adelante, la Universidad de Mercaderes logró que la tasa de avería se elevara, primero a cuatro al millar (0.4%) y más adelante a seis al millar (0.6%), y que su imposición no se limitara a sus miembros, sino que se hiciera extensiva a todas las introducciones portuarias.

El privilegio de la asociación

La licencia para erigir el consulado conllevó el privilegio de formar la Universidad de Mercaderes de la ciudad de México, debido a que la estructura del tribunal mercantil presuponía la organización de los mercaderes. La corporación quedó constituida una vez que los mercaderes eligieron, en enero de 1594, un prior y dos cónsules, los que se ubicaron a la cabeza de la corporación al fungir co­mo jueces del tribunal y representantes del colegio de mercaderes. La participación en la corporación se limitó a los tratantes casados, viudos o mayores de 25 años, que tuvieran “casa” en la ciudad de México, en la que vendieran sólo las mercaderías “que por su cuenta y por encomienda les vinieren consignadas”. Fueron excluidos del cuerpo mercantil de manera explícita los extranjeros, los criados de otras personas y quienes tuvieran “tienda pública de sus oficios”. Los primeros, por temor a la competencia y para salvaguardar la seguridad del reino, la pureza de la religión y “las buenas costumbres”; los criados, porque eran dependientes de otros y, al igual que los artesanos, no podían hermanarse con los mercaderes, que gozaban de una elevada posición social. Los requisitos para pertenecer al consulado restringieron la membresía a unos cuantos mercaderes. El número de miembros de la corporación presentó variaciones a lo largo de su historia. De acuerdo con las fuentes de que disponemos, algunas matrículas y las listas de los préstamos y donativos a los que se suscribieron la mayor parte de los mercaderes consulares alcanzan un promedio de 130 mercaderes.

El requisito de tener “casa” o tienda en la ciudad de México dejó al margen de la corporación a los tratantes del interior. Estos carecían de representación para plantear sus demandas ante la au­toridad real, y cuando se veían involucrados en un pleito con algún mercader del consulado estaban obligados a demandarlo ante su tribunal, el cual podía actuar de manera parcial, además de que te­nían que abandonar sus negocios, y gastar en el viaje y la estancia en la capital. Las circunstancias mencionadas hacen suponer que pocos comerciantes de provincia se aventuraron a emprender litigios contra los mercaderes de México, aun cuando debieron haber te­ nido problemas con ellos, dado que ejercían el control sobre la co­mercialización de los ultramarinos y gran parte de los bienes de producción local, entre los que se destacan los productos indíge­nas, los de la agricultura especializada y los que elaboraban los ar­tesanos de México. En cambio, el prior y los cónsules realizaron numerosas apelaciones ante la junta de competencias con el propó­sito de obtener jurisdicción sobre los casos relativos a comerciantes residentes en localidades del interior de Nueva España. La supremacía que detentaron los mercaderes de la ciudad de México, gracias a los privilegios de la corporación en que se agrupaban, se mantuvo por cerca de dos siglos. El enorme poder alcanzado por la Universidad de Mercaderes poco después de que mediara el siglo XVIII fue cuestionado por los ministros de la dinas­ tía de los Borbones, quienes para reducirlo propusieron fortalecer a los tratantes de los principales centros comerciales del interior con la creación de nuevos cuerpos mercantiles; se constituyeron entonces los consulados de Guatemala (1793), Guadalajara y Veracruz (1795), corporaciones que fueron también dotadas de los privilegios de la impartición de la justicia privativa, la asociación y la representación. En adelante, los miembros del consulado de Mé­xico debían demandar a los mercaderes de los nuevos consulados ante sus propios tribunales, los cuales se sostuvieron con los pro­ ductos del derecho de avería que se imponía en sus respectivas jurisdicciones territoriales, que se constituyeron en detrimento de la que había pertenecido a la corporación mercantil de la ciudad de México. Otra de las condiciones exigidas para pertenecer al consulado era tener tienda de mercaderías de Castilla, China y Nueva España; ello implicaba que debían ser mercaderes independientes. La acep­tación de los dueños de tiendas de ultramarinos, siempre que fueran administradas por sus empleados, permitió a los mercaderes consulares realizar ventas al por menor, mientras que quienes ven­dían al detalle no eran aceptados en la corporación. Además, ciertos pequeños comerciantes eran vistos como competidores de los miembros del consulado, por lo que en 1637 sus representantes solicitaron que se retiraran sus cajones de la Plaza Mayor. La mayor parte de los consulados reservó su membresía a los grandes mercaderes, que trataban al por mayor con bienes pro­ cedentes de lugares remotos, en razón de la enorme distancia que los separaba del pequeño comercio, que en el antiguo régimen era considerado “sórdido” porque implicaba la ejecución de trabajo manual. De acuerdo con Solórzano y Pereira, no debían gozar de “los privilegios e inmunidades” concedidos a los mercaderes los que “compran y venden por menudo, y varean por sus personas”. Así, a la subordinación comercial que tenían los tenderos con res­ pecto a los mercaderes que los abastecían se unía el desprecio social por el trabajo que realizaban y su baja posición económica; de aquí que fuera imposible que ambos grupos se hermanaran en el mismo gremio. Mediante la exclusión de los comerciantes que no traficaran al por mayor con bienes procedentes de Castilla o Filipinas, la Universidad de Mercaderes garantizaba la ubicación de sus miem­bros en el nivel más elevado de la estructura piramidal que formaba el comercio de Nueva España, mientras que en la jerarquía insti­tuida dentro del consulado se situaban en la cúspide a quienes se dedicaban al “trato de plata por reales”, en especial aquellos mer­caderes que tuvieron el control de la Casa de Moneda. La unidad de la Universidad de Mercaderes fue fomentada mediante la participación de sus miembros en las ceremonias reli­giosas organizadas por la misma y por la hermandad formada bajo su auspicio. Siguiendo la tradición heredada del pasado medieval, según la cual las corporaciones dedicaban gran atención a las prác­ticas religiosas y caritativas, en las ordenanzas del consulado se re­ conoció la necesidad de que sus miembros tuvieran “capilla y en­tierro”, con el propósito de que se rogara por el éxito de las flotas y los navíos, que sus miembros fueran enterrados por sus herma­nos y que se dijeran misas en favor de sus almas. Es posible que la hermandad creada por el consulado fuera la congregación de la Purísima Concepción de Nuestra Señora, tanto por su advocación, que era la misma bajo la que se había estable­cido la corporación mercantil, como por el gran número de mer­caderes que congregaba. Esta cofradía, que había recibido indul­gencias de Paulo V, estaba adscrita al convento de la Merced, donde tenía capilla y entierro que había mandado edificar el mercader Cristóbal de Zuleta, quien fue prior del cuerpo mercantil en 1619, 1638 y 1639. Hacia finales del siglo XVII y principios del XVIII, los miem­bros del consulado se dividieron y formaron los partidos de montañeses y vizcaínos, en cada uno de los cuales se agruparon los mercaderes que procedían de las respectivas regiones, mientras que los originarios de otros lugares de la península, así como los criollos, se adhirieron a aquella con cuyos miembros tenían mayores vínculos. Con objeto de fortalecer las redes conformadas por los mercaderes de origen vasco y sus allegados, crearon la cofradía de Nuestra Señora de Aránzazu, mientras que los que procedían de las montañas de Santander establecieron la congregación del Santo Cristo de Burgos con el mismo propósito. Las hermandades fundadas por los mercaderes brindaban a sus miembros servicios religiosos y asistenciales, en tanto que los fondos constituidos con las limosnas percibidas y la administra­ción de las obras pías establecidas por los mismos hermanos les permitieron desempeñar un importante papel crediticio y acumular capitales de consideración. Los beneficiarios de estos préstamos fueron los propios cofrades, otros mercaderes y agricultores vinculados con ellos, siempre que pudieran garantizar el pago de los préstamos y los réditos que generaban, como fue el caso del con­sulado.

El privilegio de representación y el otorgamiento de empréstitos

Otro de los privilegios fundamentales del consulado de la ciudad de México fue el de la representación, el cual facultaba al prior y a los cónsules para plantear y negociar ante las autoridades reales los asuntos relacionados con los intereses de sus miembros. Ade­más de tener licencia para enviar “representaciones” a las autori­dades reales, la corporación fue autorizada a tener “de ordinario” un letrado y un solicitador en la corte real, así como para enviar una “persona propia” a tratar con el monarca cuestiones “graves y de importancia”. de hecho, para la Universidad de Mercaderes uno de los gastos más difíciles de solventar fue el envío de comi­sionados a la corte real. Hasta donde sabemos, en el siglo XVII el consulado tuvo sólo un agente de negocios en la corte, el cual fue de gran utilidad pues había ciertas demandas que sólo podían ser negociadas en dicho espacio de poder; en la siguiente centuria el cuerpo mercantil mantuvo su delegado en la corte y logró colocar un agente de ne­gocios que operaba en las ciudades de Sevilla y Cádiz; ambos re­ presentantes prestaron importantes servicios relacionados con el manejo de la información, las demandas y la tramitación de diver­sos asuntos. Entre las cuestiones planteadas por los comisionados de la Universidad de Mercaderes ante la corte destacan las demandas de ampliación de los límites al comercio del Pacífico y la ne­gociación de los asientos del derecho de alcabalas. El comercio que realizaban los mercaderes de México con Manila y El Callao era sumamente redituable debido al elevado precio que tenían los bienes orientales en Perú y a la gran demanda de que eran objeto en Nueva España. En consecuencia, el consulado se valió de todos los medios posibles para que la monarquía eliminara las restric­ciones que había impuesto al tráfico con Perú y Filipinas, con el propósito de impedir que la plata americana fluyera hacia el Oriente.' Más adelante examinaremos los motivos que tenían los representantes de la corporación mercantil para esforzarse a fin de que les concedieran la administración de las alcabalas del distrito de la ciudad de México. El soberano se valió de la mediación del prior y los cónsules para obtener caudales extraordinarios, en particular cuando se vio envuelto en conflictos bélicos; a cambio, el cuerpo mercantil obtuvo ciertos privilegios, algunos de los cuales favorecieron princi­palmente a los mercaderes que se ubicaban a la cabeza del consulado. Tanto la acumulación de circulante por parte de los mercaderes de la ciudad de México como la confianza que inspi­raba el consulado a los rentistas de la capital del virreinato, y de al­gunos otros centros comerciales del interior, hicieron de dicha cor­poración la institución idónea para socorrer las necesidades del erario. La Universidad de Mercaderes empezó a otorgar empréstitos a la Real hacienda en los primeros años del siglo XVIII con objeto de apoyar a Felipe V en la guerra de sucesión dinástica. Para reunir los préstamos demandados, los representantes del cuerpo mercantil obtuvieron dinero de sus miembros, así como de individuos y corporaciones que colocaban dinero a réditos; de manera excep­cional, los mercaderes consulares proporcionaron a sus represen­tantes todo el capital requerido. Por lo general el cuerpo mercantil operó como intermediario financiero del erario regio, al tomar ca­pitales a interés de los rentistas que formaban parte de las redes de financiamiento con que operaban sus miembros: familiares, paisa­ nos, corporaciones religiosas y, en casos excepcionales, los tribu­nales que tenían en depósito el dinero de los asuntos pendientes.
La Universidad de Mercaderes obtuvo diversos privilegios en recompensa por los servicios financieros prestados a la corona, la mayor parte de los cuales beneficiaron a los grupos de poder que estaban vinculados con los representantes de la corporación. A continuación presentamos algunos ejemplos de las contrapres­taciones que recibió el consulado en reconocimiento por los em­préstitos millonarios que otorgó al real erario en el siglo XVIII. Durante la guerra de sucesión dinástica la Universidad de Mercaderes apoyó a Felipe V con importantes servicios financieros; en un principio otorgó un donativo por una corta suma, para mostrar a las autoridades de la metrópoli el descontento de los mercaderes que estaban a la cabeza del consulado por la forma en que el virrey-duque de Alburquerque los había deshonrado públi­camente y pasado por encima de sus privilegios comerciales; poco después de que el duque se reivindicó con los representantes del cuerpo mercantil, en 1706, éstos otorgaron a la real hacienda un donativo cuatro veces mayor al anterior y un empréstito por un millón de pesos para los gastos de guerra. Con estas aportaciones el consulado pretendía influir en Felipe V para que le renovara el contrato de administración de la renta de alcabalas del distrito de la ciudad de México. La enorme suma fue aportada por los miem­bros de la corporación, quienes tenían asegurada la restitución de los capitales adelantados con los productos de las alcabalas. El consulado otorgó otro préstamo por un millón de pesos en 1726, ante la demanda de fondos extraordinarios que generó la amenaza de guerra contra Inglaterra. El prior y los cónsules en­frentaron serios problemas para reunir la cuantiosa suma. Los miembros de la corporación sólo aportaron 40% del empréstito, aproximadamente, por lo que se tuvo que demandar dinero a pre­mio de individuos y corporaciones eclesiásticas, y pedir a los juz­gados los capitales correspondientes a los litigios que se hallaban en proceso. Ante la escasez de capitales, la suma requerida sólo pudo reunirse mediante la disposición de los productos del fondo del derecho de avería. En reconocimiento a los valiosos servicios financieros prestados, la Universidad de Mercaderes obtuvo el privilegio de que su tribunal no fuera incluido en la visita que entonces se realizaba a los juzgados de la capital de Nueva España. Dicha gracia fue soli­citada por el consulado, entre otras razones, para impedir que las autoridades reales conocieran los verdaderos productos de la renta de alcabalas que estaban bajo su administración y la forma en que los mismos eran usufructuados por los representantes de la corporación. Por último, tenemos la participación del consulado en el em­préstito por quince millones de pesos, negociado en 1795, ante la crisis que se produjo en la tesorería de Madrid a causa de los gastos bélicos ocasionados por la guerra contra la Francia revolucionaria y la inminencia de un nuevo conflicto bélico con Inglaterra. Para lograr que el consulado se comprometiera a reunir los capitales re­ queridos, junto con el Tribunal de Minería, el virrey marqués de Branciforte obtuvo autorización del monarca para transformar en vía carretera el camino México-Veracruz que cruzaba por Puebla y Orizaba. Esta vía favorecía los intereses de los mercaderes ubi­cados en la cúpula del consulado, los cuales habían luchado desde hacía más de diez años porque se reconstruyera, a fin de favorecer el acarreo de los bienes en cuya producción y comercialización es­taban comprometidos.

Privilegios de los representantes del consulado

Prior y cónsules eran los ministros que formaban el tribunal mer­cantil, se hallaban a la cabeza y fungían como órgano representativo de la Universidad de Mercaderes; los individuos que ocuparon dichos oficios gozaron de los privilegios correspondientes a las di­ versas funciones que desempeñaban. En la aplicación de la justicia el tribunal mercantil fungía como representante del monarca, por lo que sus miembros detentaban la dignidad que se confería a los “Jueces de su Majestad”. En consecuencia, todos los tribunales, comunidades y personas debían dar al prior y a los cónsules el tratamiento protocolario de “señoría” en los actos oficiales y de jurisdicción. En la ceremonia de recibimiento de los virreyes, por ejemplo, se daba a los representantes del consulado “asiento y tra­tamiento de señoría”. Además, por ser “Jueces de su Majestad”, prior y cónsules no podían ser encarcelados. Los miembros del tribunal mercantil gozaban del privilegio de portar bastón o vara de real justicia, símbolo de la importante función que desempeñaban. Asimismo, estaban facultados para vestir uniformes bordados en oro, cuyo color y divisas correspon­dían a los que usaban los secretarios del monarca. Prior y cónsules, ataviados con sus lujosos uniformes, ocupaban lugares preeminentes en las ceremonias y procesiones que se llevaban a cabo con motivos políticos y religiosos; de este modo ponían de manifiesto la elevada posición que ocupaban en la jerarquía política y social del virreinato. Los representantes de la Universidad de Mercaderes se ubi­caban en los niveles más altos de la sociedad novohispana; gran parte de los mercaderes que ascendieron a la cabeza de la corporación en el siglo XVII se emparentaron con las familias que se ha­llaban en los niveles más encumbrados de la sociedad virreinal, mientras que en el siglo XVIII varios de los miembros más distin­guidos del consulado obtuvieron títulos de nobleza. Entre éstos se destacan Luis Sánchez de Tagle, uno de los principales mercaderes de la Casa de Moneda a fines del siglo XVII y principios del XVIII, así como Antonio de Bassoco, quien se hizo cargo de que se transformara en vía carretera el camino México-Veracruz que se dirigía por Orizaba, en la última década del siglo XVIII y la primera del XIX.

La administración de la renta de alcabalas y el usufructo de las "sobras"

Uno de los mayores privilegios de que gozó el consulado consistió en hacerse cargo de la administración del derecho de alcabalas que se imponía en el distrito de la ciudad de México a la compraventa, circulación y trueque de mercancías. En un principio el consulado participó en la recaudación de la renta, subordinado al cabildo de la ciudad de México por ser el representante legal de los contribu­yentes; sin embargo, ante los conflictos que se presentaron entre ambas corporaciones, en 1644 el consulado recibió el privilegio de encabezar o arrendar el ramo de alcabalas por su propia cuenta. Por otra parte, la gestión de las alcabalas permitió a los mi­nistros del consulado abrogarse prerrogativas que beneficiaron sus negocios y los de los individuos que formaban parte de sus redes. Priores y cónsules aplicaron exenciones y descuentos en el pago del gravamen, además de usufructuar la parte de los productos del ramo que quedaban en el consulado una vez que se había pagado la renta del erario, aspecto que trataremos más adelante. El establecimiento y la recaudación del derecho de alcabalas en la ciudad de México constituyó un serio problema para la Real Hacienda. Una vez que se logró vencer la resistencia que la oligarquía había opuesto durante décadas, los oficiales reales tuvieron que enfrentar el contrabando y el fraude fiscal, prácticas que se fa­cilitaban en México porque la urbe estaba rodeada de agua y carecía de muralla. Con el propósito de obtener una renta segura de un ramo difícil de cobrar, la corona cedió al Cabildo de la ciudad de México la administración de las alcabalas en arrendamiento o en­cabezamiento. A su vez, la corporación municipal subarrendó la mayor parte del gravamen al consulado. La participación de la Universidad de Mercaderes en la ges­tión de las alcabalas resultaba imprescindible por ser sus miembros los principales contribuyentes del gravamen. Además, los merca­deres consulares podían ejercer presión sobre el resto de los co­merciantes y los artesanos de México, porque dependían del financiamiento que les otorgaban para realizar su trabajo. Por otro lado, los principales miembros del cuerpo mercantil podían aportar los capitales que exigía el real erario como fianza para asegurar el pago de la anualidad que se cobraba por el asiento del ramo. Por su parte, el consulado de México se interesaba en participar en la administración de las alcabalas con el propósito de facilitar a los miembros de la corporación el pago del gravamen y evitar que el ayuntamiento les recargara la contribución. La delegación de la gestión de las alcabalas en corporaciones cuyos representantes eran jueces y parte en la recaudación del gra­vamen, como era el caso de los ayuntamientos y los consulados, brindó a sus representantes la posibilidad de obtener beneficios de la renta de manera ilícita. Los priores, cónsules y diputados del consulado se dedicaban a la compraventa de ultramarinos y bienes de la tierra, y algunos también eran productores. Asimismo, gran parte de los miembros del Cabildo producían granos, harina, azú­car, pulque y/o ganado para el abasto de la capital del virreinato. El amplio margen de actuación que tenían los administradores del ramo les permitía aplicar descuentos sustanciosos sobre las tarifas que tenían que pagar ellos mismos, así como los individuos que formaban parte de sus redes de negocios. Desde el primer encabezamiento de las alcabalas (1602-1616) surgieron diferencias entre el Cabildo y el consulado a causa de los problemas que enfrentaba el primero para pagar la renta del erario, problema que atribuyó a la mala administración del tribunal mercantil. El consejo municipal achacó a la Universidad de Mer­caderes las deudas acumuladas en los dos primeros cabezones y la acusó de hacer las evaluaciones de las contribuciones que debían pagar sus miembros a una tasa menor al 2% estipulado, mientras que ejercía mayor presión fiscal sobre el resto de los causantes. No obstante, el poder fiscal y financiero que detentaba el cuerpo mercantil permitió a los mercaderes que se encontraban a la cabeza de la corporación continuar realizando dichas prácticas. En 1636 el Cabildo, apoyado por el virrey, demandó al consulado por violar los términos del tercer asiento alcabalatorio (1632-1646). En éste la tasa de alcabala pasó del 2% al 4%, lo que produjo como rechazo el incremento del contrabando y el fraude fiscal, prácticas que elevaron notablemente las deudas del ramo.

En el litigio se demostró que cuarenta de los mercaderes de mayor caudal habían pagado una tasa menor a 0.5%, situación que con­ dujo a la anulación del contrato de arrendamiento que tenía la Uni­versidad de Mercaderes con la ciudad. La corporación mercantil apeló ante la Audiencia, continuó recaudando la alcabala y se negó a reconocer los adeudos del ramo. Sin embargo, ante la imposición de un nuevo aumento de 2% a la tasa de alcabala, que se elevó a 6%, el Consulado aceptó la anulación del cabezón menor que tenía a su cargo.
El virrey Juan de Palafox y Mendoza consideró “poco inteligente” la decisión de haber pasado a la ciudad los rubros de la al­cabala que administraba el consulado y recomendó que se le devol­vieran, “porque estará más segura en personas tan abonadas y ricas como los que concurren en él, como porque se defraudaran menos los derechos corriendo por su mano, pues hace el repartimiento por el cómputo y conocimiento que tiene de los caudales”. Por tales razones, en las “Ordenanzas para la Conta­duría de alcabalas, y contador dellas”, escritas entre 1642 y 1643, el mismo Palafox estableció que el “consulado se admita en cual­quier ocasión que se haya de hacer encabezamiento, de la misma manera en que son admitidas las ciudades”. Poco después de que el consulado dejara la gestión de las al­cabalas, en 1643, la ciudad quebró, haciendo evidente que era in­ capaz de recaudar el gravamen por sí sola. Para lograr que la Uni­versidad de Mercaderes asumiera parte de las deudas del ramo y se hiciera cargo de administrarlo por los tres años que faltaban para que concluyera el tercer asiento (1644-1646), el virrey-conde de Salvatierra recordó a sus representantes que si asumían dicha res­ponsabilidad podrían obtener reducciones en el pago del gravamen.

En esta forma, el propio virrey reconoció la prerrogativa que tenían los administradores de las alcabalas de aplicarse des­ cuentos sobre los montos que les correspondía pagar. A partir de entonces el consulado obtuvo el privilegio de ad­ ministrar las alcabalas de manera autónoma, quedando liberado de la tutela del consejo urbano. El prior y los cónsules quedaron a cargo de repartir el monto de la renta que se tenía que pagar al real erario entre los miembros de la Universidad de Mercaderes y otros grupos de causantes, (artesanos, obrajeros, tratantes de ganado, etc.). Esta circunstancia les permitió manejar el ramo a discreción, en beneficio de sus negocios y los del resto de los mercaderes que se ubicaban en la cúpula del consulado. Cuando el consulado tomó por su cuenta la gestión de la renta de alcabalas, en 1644, también se hizo cargo de la aduana de la ciudad de México. Una de las ordenanzas de la Real Aduana establecía que debían declararse los géneros que se remitieran fuera de la urbe para que el comprador pagara la segunda alcabala. Esta condición brindó a los administradores del ramo una fuente de información detallada y exclusiva sobre la circulación de bienes en los mercados de Nueva España y ultramar, la cual hizo más atractiva la gestión del ramo para los representantes del consulado, ya que les permitía reducir los costos de las transacciones realizadas. Del mismo modo en que los cuerpos municipal y mercantil habían entrado en conflicto durante la etapa de administración conjunta de las alcabalas, una vez que el consulado quedó a cargo de los encabezamientos empezaron a presentarse disputas entre los mercaderes por ser nombrados miembros del tribunal mercantil. Dado que el acceso a los oficios de prior y cónsul garantizaba el manejo de las alcabalas, los mercaderes que no formaban parte de su clientela quedaban al margen de los beneficios derivados de la gestión del ramo; en consecuencia, se presentó la lucha por ac­ceder a los cargos de representación corporativa. De hecho, los conflictos electorales en el consulado únicamente se presentaron en las épocas en que se hizo cargo de la gestión de las alcabalas. Cuando el consulado asumió la administración del sexto ca­bezón alcabalatorio, en 1694, sus representantes lograron que el monarca los eximiera de la obligación de rendir cuentas a las autoridades, siempre que pagara la renta del erario en los plazos con­ venidos. Prior y cónsules sólo estaban obligados a presentar las cuentas del ramo a sus sucesores, los diputados y consejeros de la corporación. Este privilegio, unido a la existencia de “las sobras” de la renta, fondo que formaban los administradores del ramo para disponer de él en caso de que no se lograra completar la renta del erario, permitió a los mercaderes ubicados en la cúpula del cuerpo mercantil usufructuar los productos que quedaban una vez que se había pagado la anualidad del erario. En la contratación de cada nuevo asiento alcabalatorio el cuerpo mercantil negoció una serie de condiciones que le permitieron reforzar la vigilancia y el resguardo del distrito de la ciudad de México. Además, mediante la construcción de una fosa que ro­deaba la mayor parte de la urbe, restringió el acceso a los puentes y embarcaderos donde se ubicaban las garitas. Gracias a estas me­didas la Universidad de Mercaderes logró incrementar la recauda­ción, al tiempo que la renta pagada por el erario se mantenía prác­ticamente congelada. Conforme avanzaba el siglo XVIII el prior y los cónsules pu­dieron disponer de montos cada vez mayores de las llamadas “so­bras” de las alcabalas. Asimismo, aplicaban rebajas o exenciones del gravamen que tenían que pagar ellos mismos y los individuos que formaban parte de sus redes de negocios. Tales circunstancias hi­cieron más deseable la participación en la administración de las al­cabalas, lo que explica los serios conflictos electorales que se presentaron en el consulado durante las primeras décadas del setecientos.

Conclusiones

La creación de un consulado llevaba implícito un conjunto de pri­vilegios, entre ellos la constitución de una Universidad de Merca­deres, facultada para elegir a sus representantes, y la aplicación de la justicia privativa por parte de los mismos. Con el propósito de mantener el control sobre la corporación que se formaba, la mo­narquía se reservó la prerrogativa de confirmar el nombramiento del prior y los cónsules, designar al juez de apelaciones y ratificar sus ordenanzas. Así, aun cuando se otorgó al cuerpo mercantil el privilegio de la impartición de la justicia privativa, ésta quedó en última instancia sujeta a las determinaciones de la autoridad real. Los privilegios de los consulados hispanos se hicieron exten­sivos a la corporación que erigieron los mercaderes de la ciudad de México. Dado que las principales transacciones realizadas en Nueva España y sus provincias estaban bajo el control de dichos mercaderes, al disponer del brazo judicial acrecentaron notable­mente su poder. Tenemos conocimiento acerca del procedimiento que se aplicaba en el consulado; sin embargo se conoce muy poco acerca de la forma en que aplicaron la justicia, debido fundamentalmente a la escasez de testimonios. En este sentido, sería de gran relevancia el estudio de los casos de quiebras comerciales. Por poco más de dos siglos el consulado de México monopolizó el ejercicio de la justicia comercial así como las prerrogativas de la asociación y representación del comercio de Nueva España. Aun cuando todos los compradores de ultramarinos pagaban el derecho de avería, con cuyos productos se sostenía el consulado, éste únicamente defendía y promovía los intereses de los mercade­res de la capital; la situación de privilegio de los miembros del con­sulado reforzó su poder económico y su primacía sobre los nego­ciantes del interior, situación que empezó a cambiar con la creación de los cuerpos mercantiles de Veracruz, Guadalajara y Guatemala a mediados de la década de 1790. El privilegio de la representación permitió a la Universidad de Mercaderes defender sus principales intereses, como fue el caso del comercio triangular del Pacífico y la participación en la recau­dación de la renta de alcabalas. Además, puesto que el consulado era la institución idónea para otorgar servicios financieros al real erario, por su capacidad para obtener capitales de sus miembros y los rentistas que formaban parte de sus redes de financiamiento, el monarca solicitó sus valiosos servicios. Los mercaderes ubicados a la cabeza del cuerpo mercantil se valieron de su papel de inter­mediarios financieros para obtener ciertas contraprestaciones que favorecieron sus negocios, como un nuevo asiento para recaudar la renta de alcabalas, el privilegio de quedar exentos de la visita que se realizó a los tribunales del virreinato o la reconstrucción de la ruta del camino México-Veracruz que convenía a sus intereses. En una sociedad altamente jerarquizada como la novohispana los mercaderes que se ubicaron a la cabeza del consulado obtu­vieron los mayores privilegios. Prior y cónsules adquirieron la au­toridad y dignidad de jueces reales; podían exhibir en público los símbolos y los lujosos uniformes que evidenciaban la relevante función que desempeñaban, así como el elevado rango social que detentaban; asimismo, su opinión influía en la definición de las políticas del virreinato y la ciudad de México. La participación de los representantes del consulado en la gestión de las alcabalas les brindó la oportunidad de quedar exen­tos del gravamen y aplicar descuentos en favor de quienes forma­ban parte de sus redes de negocios. Aun cuando las autoridades reales y locales tenían conocimiento de dichas prácticas, el poder fiscal y financiero que detentaba la corporación le permitió man­tener en sus manos la administración del ramo por largos periodos. Las disputas que se presentaron entre los cuerpos municipal y mercantil reflejan el anhelo de sus representantes por administrar las alcabalas de manera autónoma con el propósito de ser los únicos beneficiarios de la renta. Prior y cónsules se esforzaron por incrementar los productos de las alcabalas, poniendo mayor rigor en la recaudación y reali­zando obras de infraestructura para reducir el contrabando y el fraude fiscal con el propósito de valerse de “las sobras” del ramo para capitalizar sus negocios. Aun cuando las autoridades reales sospechaban acerca de la forma en que el consulado había incre­mentado la recaudación alcabalatoria, sólo pudieron imponer pe­queños aumentos a la anualidad, por lo que los representantes de la corporación mantuvieron por más de medio siglo el privilegio de gozar de los excedentes de la renta. La ambición por acceder a di­ cho beneficio dio lugar a que la Universidad de Mercaderes se divi­diera en facciones y que éstas se enfrentaran por llegar a los cargos corporativos.

0

0