El Facilito de Pedro Fernandez
Letra de El Facilito
HISTORIA DE AMÉRICA LATINA
John H. Elliott
1. AMÉRICA LATINA COLONIAL:
LA AMÉRICA PRECOLOMBINA
Y LA CONQUISTA.
EDITORIAL CRÍTICA.
BARCELONA.
Capítulo 6.
LA CONQUISTA ESPAÑOLA
Y LAS COLONIAS DE AMÉRICA.
Los Antecedentes de la conquista.
«Quien no poblare, no hará buena conquista, y no conquistando la tierra, no se convertirá la gente: así que la máxima del conquistador ha de ser poblar.» Estas palabras corresponden a uno de los primeros historiadores de las Indias, Francisco López de Gomara.
La filosofía que encierra es la de su señor, el más grande de los
conquistadores, Hernán Cortés. Esta filosofía fue la que prevaleció en la emprеsa española de Ultramar en еl siglo xvi e influyó mucho en la formación de la América española. Pero su éxito no era inevitable, ni se consiguió sin luchas. Hay muchos caminos por los cuales una sociedad agresiva puede expandir los límites de su influencia, y existen precedentes de todos ellos en la España medieval.
La reconquista,—el gran movimiento hacia el sur de los reinos cristianos de la península Ibérica para recuperar la región ocupada por los moros— ilustró parte de las múltiples posibilidades de las que se podrían extraer estos precedentes. En la lucha a lo largo de la frontera que separaba la Cristiandad del Islam, la reconquista fue una guerra que ensanchó los límites de la fe. También ésta fue una guerra por la expansión territorial, dirigida y regulada, si no siempre controlada, por la corona y las grandes órdenes militares y religiosas, las cuales adquirieron vasallos a la vez que inmensas extensiones de tierra en el proceso. Fue una típica guerra de frontera, con rápidas incursiones en busca del saqueo fácil, ofreciendo oportunidades para el rescate y el trueque, y para premios más intangibles como el honor y la fama. Fue una emigración de la gente y su ganado en busca de nuevos hogares y nuevos pastos. Fue un proceso de asentamiento y colonización controlados, basado en el establecimiento de ciudades, a las cuales se concedían jurisdicciones territoriales extensivas bajo privilegio real.
Conquistar, por lo tanto, puede significar colonizar, pero también puede significar invadir, saquear y avanzar. Conquistar en el primer sentido da primicia a la ocupación y explotación de la tierra. En el segundo sentido, se concibe como poder y riqueza en una forma mucho menos estática, en términos de posesión de objetos portables, como el oro, los botines y el ganado, y de señoríos sobre vasallos más que de propiedad de la tierra. Movilidad significaba aventura, y la aventura en una sociedad militar aumentaba enormemente las oportunidades para mejorar la situación de uno mismo a los ojos de los compañeros. El deseo de «ganar honra» y «valer más» era una ambición central en la sociedad de la Castilla medieval, basada en la conciencia del honor y los límites que imponía el rango. El honor y la riqueza se ganaban más fácilmente con la espada y merecían formalizarse en una concesión de status más alto por un soberano agradecido. De acuerdo con esta tradición, Baltasar Dorantes de Carranza, escribió de los conquistadores de México que, aunque hubiera algunos hidalgos entre ellos, «ahora lo son por presunción todos porque toda hidalguía de su naturaleza y cosecha tuvo sus principios de los hechos y servicios
del Rey».
La reconquista se interrumpió pero no se terminó al alcanzar poco a poco sus límites naturales dentro de la propia península Ibérica. El enclave del reino de Granada permanecería en manos de los moros hasta 1492, pero por otra parte, la reconquista cristiana de la península se completó al final del siglo XIII. Como los límites de la expansión interna fueron alcanzados, las fuerzas dinámicas de la sociedad ibérica medieval comenzaron a buscar las nuevas fronteras a través de los mares, los catalanes y aragoneses principalmente hacia Sicilia, Cerdeña, norte de África y el este del Mediterráneo; los castellanos, al igual que los portugueses, hacia África y las islas del Atlántico.
Este movimiento expansionista de los pueblos ibéricos en el siglo xv, fue un doble reflejo de las específicas aspiraciones ibéricas y las más generales aspiraciones europeas a finales de la Edad Media. En el siglo xv, Europa era una sociedad que
todavía sufría las desarticulaciones sociales y económicas causadas por los estragos de la peste negra. Había escasa oferta de trabajo; los ingresos de los aristócratas habían disminuido; los monarcas y los nobles competían por poder y recursos. Era una sociedad, a su vez, que se sentía amenazada a lo largo de sus fronteras orientales por la presencia amenazante del Islam y el avance del imperio turco-otomano. Era una sociedad inquieta y relativamente móvil, a la vez inquisitiva y adquisitiva, inquisitiva hacia el mundo que estaba en sus horizontes inmediatos y adquisitiva en su deseo por lujos exóticos y productos alimenticios, y por el oro que hiciera posible comprar estos artículos de Oriente, con quien se tenía permanentemente una balanza comercial desfavorable.
La península Ibérica con su proximidad a África y su larga costa atlántica, estaba geográficamente bien situada para tomar la delantera de un movimiento de expansión hacia el oeste, en un tiempo en que Europa estaba siendo acosada por los turcos islámicos en el este. Se había desarrollado una tradición marítima ibérica en el Mediterráneo y en el Atlántico, donde los pescadores vascos y cántabros habían adquirido una rica experiencia para la futura navegación de los mares desconocidos.
La conquista de Sevilla en 1248 y el avance de la reconquista hacia el estrecho de Gibraltar le había dado a la corona de Castilla y León un nuevo litoral atlántico, cuyos puertos estaban poblados por marinos de Portugal, Galicia y la costa cantábrica.
A lo largo de este litoral, la combinación de los conocimientos norteños y mediterráneos crearon una raza de marineros capaces de promover y sacar partido a los avances en la construcción naval y las técnicas de navegación. Los primeros viajes portugueses fueron realizados en cualquier embarcación razonablemente adecuada que estuviera disponible, pero a finales del siglo xv la combinación del aparejo cuadrado de los europeos del norte con la vela latina del Mediterráneo produjo en la carabela un impresionante barco para navegar en el océano, la culminación de un largo período de evolución y experimentación. Al mismo tiempo que las nuevas necesidades de los viajes atlánticos ayudaron a perfeccionar las carabelas, así también ayudaron a mejorar las técnicas de navegación. Una vez que los barcos navegaron por aguas desconocidas fuera de la vista de tierra, las viejas técnicas de la estima ya no fueron adecuadas y los portugueses se volvieron a la observación del cielo para medir distancias y determinar latitudes haciendo uso de instrumentos largamente utilizados por los astrónomos: el astrolabio y el cuadrante. Estos instrumentos se fueron modificando y perfeccionando sucesivamente para satisfacer las necesidades de los viajeros atlánticos. El compás magnético, desarrollado para utilizarlo en el Mediterráneo a finales de la Edad Media, facilitó a los navegantes su orientación y el trazado de su posición en una carta de navegación. De nuevo, la experiencia mediterránea se utilizó de cara a las necesidades atlánticas, ya que la región mediterránea produjo las primeras cartas de navegación; y las habilidades cartográficas desarrolladas en la Italia medieval tardía y trasladadas a la península Ibérica harían posible trazar un mapa del mundo en expansión.
Con una región interior rica en recursos y sus relaciones con el complejo portuario andaluz, Sevilla se convirtió en la capital marítima y comercial, así como agrícola del sur de España. Servía de centro de atracción para los colonos del interior de la península —precursores de los posteriores emigrantes a las Indias— y a los mercaderes mediterráneos, especialmente a los genoveses. Durante todo el siglo xv, los genoveses se establecieron en creciente número en Lisboa y Sevilla, donde vislumbraban nuevas posibilidades para la empresa y el capital en una época en la que esas actividades estaban siendo estrechadas en Levante por el avance de los turcos. En el oeste esperaban desarrollar fuentes alternativas de abastecimientos para valiosos
artículos de consumo —mercaderías, sedas y sobre todo azúcar— que se les estaban volviendo menos accesibles en el este; y anhelaban acceder al oro del Sahara. No es sorprendente, pues, encontrar capital y conocimiento genoveses jugando un importante, y a veces decisivo, papel en empresas ibéricas de ultramar en el siglo xv. Los genoveses estaban bien representados en las expediciones a las costas de África para conseguir esclavos y oro, y apoyaron activamente el movimiento de anexión y explotación a las islas del Atlántico oriental —Canarias y Madeira, y las Azores—, donde esperaban establecer nuevas plantaciones azucareras. Pero los genoveses no eran más que un elemento, aunque muy significativo, en la empresa ibérica de ultramar a finales de la Edad Media. Portugal, en especial, tenía una importante comunidad mercantil autóctona, que ayudó a subir al trono a la casa de Avis en la revolución de 1383-1385. La nueva dinastía mantenía vínculos estrechos con mercaderes prominentes y respondieron por su cuenta a la adquisición de nuevos mercados y nuevas fuentes de suministro de colorantes, oro, azúcar y esclavos. Pero las expediciones portuguesas de Ultramar durante el siglo xv también estaban guiadas por otros, y a veces contradictorios intereses. La nobleza, afectada por la devaluación de la moneda que redujo el valor de sus rentas fijas e ingresos, buscaba en Ultramar nuevas tierras y nuevas fuentes de riqueza. Los príncipes de la nueva casa real combinaban en varios grados su instinto adquisitivo con su fervor por las cruzadas, una sed por el conocimiento geográfico y un deseo de perpetuar sus nombres.
Bajo la enérgica dirección de la casa real, esta combinación de motivaciones produjeron entre los portugueses un intenso movimiento de expansión hacia Ultramar en una época en la que Castilla no había dado más que un primer paso vacilante. La corona de Castilla había tomado posesión nominal de las islas Canarias realizando el primer intento formal en una expedición de conquista en 1402. Pero ante la resistencia de los habitantes guanches, la conquista se retrasó, y durante gran parte del siglo xv los problemas internos y la empresa incompleta de la reconquista impidió a Castilla seguir el ejemplo portugués de una manera sistemática.
A la muerte del príncipe Enrique el Navegante, en 1460, los portugueses habían penetrado 2500 kilómetros hacia el sur, en la costa occidental de África, y se habían adentrado en el Atlántico, estableciéndose en Madeira, las Azores y las islas de Cabo Verde. África era una fuente potencial de esclavos para trabajar en las plantaciones azucareras que surgían en estas nuevas islas atlánticas anexionadas. La sociedad medieval mediterránea había logrado formar instituciones y técnicas para el comercio, el esclavismo, la colonización y las conquistas, y la participación de los genoveses en la expansión ibérica del siglo xv ayudó a asegurar la reaparición de estas mismas formas y técnicas en el avance hacia la costa occidental de África y en el movimiento hacia las islas de la ruta a través del Atlántico.
El rasgo más característico del modo de expansión empleado por los portugueses fue Ia feitoria (factoría), la plaza comercial fortificada del tipo fundado en Arguin o Sao Jorge de Mina, en la costa africana. El uso de la feitoria hizo posible prescindir de las conquistas y los asentamientos hechos a gran escala, permitiendo a los portugueses de los siglos xv y xvi mantener su presencia en grandes extensiones del globo sin necesidad de profundas penetraciones en las regiones continentales. Se trataba de un tipo de colonización que Colón, con su educación genovesa y su experiencia portuguesa, había llegado a conocer perfectamente y que le proporcionaría un modelo apropiado para aplicar cuando alcanzó las islas del Caribe.
Sin embargo, la expansión en Ultramar podía significar algo más que la creación de plazas comerciales, como realmente sucedía con los portugueses en las islas del Atlántico y más tarde, en Brasil. Estableciendo plantaciones azucareras, como en las Azores, siendo necesaria su colonización. Aquí, el método más barato desde el punto de vista de la corona era fomentar la responsabilidad para colonizar y explotar el territorio por una persona individual, que sería recompensada con amplios privilegios.
Este sistema, por el cual el donatario, o señor propietario, era también el capitán y jefe supremo, combinaba perfectamente los elementos capitalistas y militar-señorial de la sociedad medieval mediterránea. Éste fue usado por la corona portuguesa en
el siglo xv para explotar tanto Madeira como Azores, y en 1534 se extendería a Nuevo Mundo, cuando Juan III dividió el litoral brasileño en doce capitanías hereditarias.
Los castellanos, entonces, pudieron aprovechar los precedentes portugueses, tanto como sus propias experiencias de la reconquista, cuando al final del siglo xv volvieron su atención hacia nuevos mundos de Ultramar. Tenían ante ellos una diversidad de opciones. Podían comerciar o podían invadir; podían establecerse o seguir viaje. La opción que eligieran estaría determinada en parte por las condiciones locales —la facilidad de ocupación, la naturaleza de los recursos a explotar— y en parte por la combinación peculiar de personas e intereses que aseguraban y dirigían las expediciones de la conquista.
Inevitablemente, mucho dependía del carácter del jefe y de la clase de apoyo que fuera capaz de conseguir. El conquistador, aunque sumamente individualista, nunca estaba solo. Pertenecía a un grupo bajo el mando de un caudillo, un jefe, cuya capacidad de supervivencia se pondría a prueba, en primera instancia, por su capacidad para movilizar hombres y recursos, y después por su éxito en conducir a sus hombres a la victoria. El primo de Cortés, Alonso de Monroy, maestro de la Orden de Alcántara, quien se distinguió en los conflictos peninsulares del siglo xv, era conocido como «sobre toda manera venturoso en la guerra», y como alguien que «la ventura por fuerza le seguía». Esta era la fama a la que el propio Cortés aspiraba, como cualquier caudillo del Nuevo Mundo.
El caudillo tenía que atender a los requerimientos de sus seguidores, y al mismo tiempo satisfacer las peticiones del no menos individualista grupo de hombres que temporalmente estaban a sus órdenes. La tensión, por lo tanto, estaba siempre presente en cualquier expedición de conquista, la tensión debida a las aspiraciones y objetivos, y a la distribución de los botines. La disciplina, tal como era, procedía, por un lado, de la capacidad del jefe para imponerse a sus hombres, y por otro, del sentido colectivo del compromiso ante una empresa común.
Los largos siglos de guerras fronterizas en Castilla ayudaron a crear esta mezcla especial de individualismo y sentido comunitario que un día hizo posible la conquista de América. El pronombre personal que se lee en todas las Cartas que Hernán Cortés enviaba desde México, se compensa con el orgulloso «nosotros» de la gente común con que hablaba uno de ellos, Bernal Díaz del Castillo, en su Relato Verdadero de la Conquista de Nueva España. Pero el gran movimiento expansionista que llevó a la presencia española a través del Atlántico era algo más que un esfuerzo masivo de una empresa privada que adopta temporalmente formas colectivas. Más allá de la unidad individual y colectiva había otros dos participantes que colocaron un sello indeleble en toda la empresa: la iglesia y la corona.
Incluso cuando las guerras fronterizas contra los árabes prosiguieron en gran parte por bandas de guerreros autónomos, continuaron siendo dirigidas bajo los auspicios de la iglesia y el estado. La Iglesia proveía la sanción moral que elevaba una expedición de pillaje a la categoría de cruzada, mientras el estado consentía los requerimientos para legitimar la adquisición de señoríos y tierras. La tierra y el subsuelo se encontraban dentro de las regalías que pertenecían a la corona de Castilla y, por
consiguiente, cualquier tierra adquirida a través de una conquista por una persona privada no le correspondía por derecho, sino por la gracia y el favor reales. Era el rey, como supremo señor natural, quien disponía el repartimiento o distribución de las tierras conquistadas o por conquistar, y el que autorizaba los asentamientos coloniales en los territorios conquistados. Cuando los botines de guerra se tenían que dividir, un «quinto real» siempre tenía que apartarse. Aunque los adelantados, o gobernadores militares de las regiones fronterizas, poseían un alto grado de autonomía, eran gobernantes para el rey.
En estos y en muchos otros sentidos, la presencia real se hacía sentir mientras que la reconquista proseguía su avance hacia el sur. Inevitablemente, la verdadera autoridad de la corona variaba de generación en generación, pero la monarquía era el centro de la organización de toda la sociedad medieval castellana siendo exaltada en la gran recopilación de la tradición legal de Castilla, las Siete Partidas de Alfonso Décimo en el siglo XIII. La visión de una sociedad armónica, contenida en las Siete Partidas, es una en la cual el rey, como vicario de Dios en la tierra, ejercía una constante y activa inspección dentro de la estructura de la ley. Era el monarca, como señor natural de la sociedad, quien establecía el buen gobierno y la justicia, en el sentido de asegurar que cada vasallo recibiera sus derechos y cumpliera las obligaciones que le correspondían en virtud de su posición social. En esta teoría se encuentra implícita una relación contractual entre el rey y sus vasallos: la monarquía degenera en tiranía, si tanto él como los agentes que nombra descuidan el bien común.
El buen rey, a diferencia del tirano, procura que el malo sea castigado y el justo recompensado. Como dispensador de favores, recompensa los servicios prestados, otorgando a sus vasallos cargos y honores de acuerdo con un cuidadoso y calibrado sistema por el cual, al menos en teoría, cada servicio de un vasallo encuentre su debida compensación en una merced, o favor, del rey.
Esta era la sociedad patrimonial, construida en torno a una concepción de obligaciones mutuas, simbolizadas en las palabras servicio y merced, que se desmoronó a finales de la Edad Media, reconstruyéndose en Castilla durante el reinado de Fernando e Isabel (1474-1504), y llevándose a través del océano para implantarse en las islas y en el continente americano. Los Reyes Católicos, Fernando e Isabel, fueron los monarcas de lo que era esencialmente una sociedad medieval renovada.
Pero el carácter de su propia realeza, aunque tradicional en sus formulaciones teóricas, poseía en la práctica elementos innovadores que hacían aquel poder más formidable que el de cualquiera de sus antepasados medievales.
Sobre todo, fueron los primeros soberanos auténticos de España, una España que consistía en la unión, en sus propias personas, de las coronas de Castilla y Aragón. Aunque las dos coronas seguían siendo distintas institucionalmente, su unión nominal representó un notable aumento del poder real. Como Reyes de España, los Reyes Católicos tenían a su disposición, al menos en potencia, muchos más recursos financieros y militares que los que podrían reunir cualquier facción rebelde entre sus súbditos. Podían recurrir a las profundas reservas de lealtad instintiva de sus súbditos, que estaban hartos de una guerra civil interminable. En la creciente clase de letrados, los monarcas poseían una reserva de servidores que veían en el mantenimiento y extensión de la autoridad real la mejor garantía de sus propios intereses. El humanismo renacentista y la religión restablecida con fuertes sugerencias escatológicas, produjeron ideas y símbolos que pudieron explotarse para resaltar nuevas imágenes de la monarquía, como jefe natural de una gran empresa colectiva —una misión de designación divina para derribar los últimos restos de la dominación árabe y purificar la península de cualquier elemento contaminante, como preludio para llevar el evangelio a las partes más remotas de la tierra.
Fernando e Isabel poseían la sagacidad y la habilidad para sacar el mayor partido posible de estas variadas armas en su arsenal. Como resultado, las dos últimas décadas del siglo xv en Castilla —donde las barreras institucionales contra el ejercicio de la autoridad real eran mucho más débiles que en la corona de Aragón— contemplaron una impresionante reafirmación y extensión del poder real.
La presencia de un estado interventor llegó a ser crítica para el desarrollo completo de la empresa de Castilla en Ultramar. La intervención real pudo ser solicitada activamente por unos y protestada amargamente por otros, pero en ambos casos, la autoridad de la corona era un punto de referencia automático para quienes atraían las exploraciones, las conquistas y la colonización de tierras nuevas.
Ya había indicios claros de esto en los primeros intentos de Castilla para conquistar y colonizar en el Atlántico: la ocupación de las islas Canarias en las décadas de 1480 y 1490. Las Canarias eran todavía una posesión nominal de la corona de Castilla cuando fueron objeto de disputa entre Portugal y Castilla, durante la Guerra de Sucesión que comenzó en 1475. Potencialmente rico en sí mismo, el archipiélago canario era también una base evidente para las incursiones en la costa de África y para los viajes de exploraciones por el Atlántico, del mismo tipo que los realizados por los portugueses. La corona de Castilla, ocupada en una aguda rivalidad con Portugal, tenía un claro interés en hacer valer sus pretensiones, y envió una expedición que partió de Sevilla en 1478 para ocupar Gran Canaria. A esta expedición le siguió otra nueva y con más éxito bajo el mando de Alonso Fernández de Lugo en 1482, pero, aunque los portugueses abandonaron sus pretensiones en el tratado de paz de 1479, la resistencia de los isleños impidió una fácil ocupación: Palma no fue sometida hasta 1492 y Tenerife un año más tarde. A la conquista, como en el caso de las Azores portuguesas, siguió la explotación. Los genoveses ayudaron a introducir la producción de azúcar, y en 1526 ya había 12 plantaciones de azúcar en la isla de Gran Canaria.
La ocupación de las Canarias, un puesto de parada natural en la ruta a las Indias, ilustraba esta conjunción del interés público y el privado, que había caracterizado la reconquista y también iba a caracterizar la empresa de América. El señorío de las islas pertenecía a la corona, quien, por lo tanto, tenía que autorizar todas las expediciones de conquista. En esta ocasión, la corona también participaba en la financiación de la empresa, pero Fernández de Lugo, nombrado por la corona adelantado de Las Palmas, hizo su propio contrato privado con una compañía de mercaderes de Sevilla. Antes de que partiera una expedición, se firmaba un contrato formal, o capitulación, entre la corona y el comendador, en las líneas de los contratos que se hicieron en el curso de la reconquista. Por estas capitulaciones, la corona se reservaba ciertos derechos en los territorios a conquistar, mientras que garantizaban recompensas y privilegios específicos para el comendador y los alistados en su compañía.
Cuando el obsesivo genovés visionario, llamado Cristóbal Colón, convenció finalmente a Fernando e Isabel en 1491, de que patrocinaran y respaldaran su proyectado viaje hacia la Mar Oceana, se encontró cogido en una tradición bien establecida que constituía la relación entre la corona y los jefes de expediciones. A esa relación aportó sus propias ideas, basadas en el modelo portugués de cartas de donación a los que descubrieran tierras al oeste de las Azores. En las capitulaciones aprobadas por los Reyes Católicos en Santa Fe, a las afueras de Granada, en abril de 1492, fue autorizado siguiendo una fórmula tradicional, a «descubrir» o «ganar» «islas e tierras firmes ... en los dichos mares océanos...», es decir «conquistar» en el sentido de buscar y ocupar tierras deseadas. La corona, en esta ocasión, estaba dispuesta a hacer una contribución financiera relativamente pequeña, y proporcionar los barcos a Colón. Éste fue nombrado virrey hereditario y gobernador de cualquier nueva tierra que encontrara; «virrey» era el título que los monarcas del Aragón medieval concedieran al diputado nombrado para gobernar los territorios que el rey no podía administrar en persona. Colón fue nombrado también, debido a su especial insistencia, Almirante hereditario de la Mar Oceana. Entre las recompensas que se le prometieron en caso de éxito, estaba el derecho a nombrar oficiales judiciales (pero no administrativos) en el territorio de su jurisdicción, junto con el 10
por 100 de las ganancias del tráfico y el comercio.
El 3 de agosto de 1492, cuando Colón zarpó del puerto andaluz de Palos, estaba previsto que, si alcanzaba las «Indias» establecería un centro de distribución comercial al estilo portugués, basado en pequeñas guarniciones, en beneficio de la corona de Castilla. Pero las noticias que trajo cuando volvió a España en marzo de 1493, indicaron, al menos a la corona, la conveniencia de ciertas modificaciones en el esquema inicial. Había cierto escepticismo sobre si Colón había alcanzado realmente el Oriente, como él mismo insistía. La revelación de lo que parecían nuevas islas y nueva gente, planteaba importantes preguntas sobre los títulos de las tierras y el tratamiento de los isleños. Quién iba a ejercer el señorío sobre ellos, y quién iba a encargarse de la salvación de sus almas?.
Los Reyes Católicos se dirigieron al papado, siguiendo el precedente sentado por los portugueses, quienes habían asegurado una donación formal del Papa de los derechos de soberanía «desde Cabo Bojador hacia Guinea y más allá». De un complaciente papa español, Alejandro sexto, obtuvieron lo que querían: derechos similares en «todas y cada una de las tierras firmes e islas lejanas y desconocidas ... descubiertas y que se descubran en adelante» en el área fuera de la línea nacional de demarcación que se acordaría formalmente entre las coronas de Portugal y España en el Tratado de Tordesillas, en 1494. Las bulas de Alejandro sexto, en 1493, pudieron considerarse innecesarias en vista del principio del derecho Romano implícito en las Siete Partidas, en cuanto a que la posesión pertenecía a los primeros ocupantes de la tierra. Pero la autorización papal concedía un título extra de seguridad a las peticiones castellanas contra cualquier intento de recusación por parte de los portugueses, y elevó la empresa de las Indias al grado de empresa santa ligando los derechos exclusivos de Castilla a una obligación igualmente exclusiva para que se ganaran a los paganos para la fe. Esta empresa misionera, solemnemente confiada a la corona de Castilla se dotó así de una justificación moral para la conquista y colonización, que a la vez reforzaban y superaban las concesiones en una forma u otra obtenidas del primer descubrimiento.
La corona, preocupada por asegurar su primacía en la escena internacional, también se movió para asegurar su primacía en la empresa de Colón. La instalación y preparación de la flota para su viaje de regreso a La Española —esta vez una flota de diecisiete barcos -en lugar de sólo tres— fue encargada a Juan Rodríguez de Fonseca, arcediano de Sevilla, y miembro del Consejo de Castilla. Durante los siguientes 23 años hasta la muerte de Fernando el Católico en 1516, Fonseca fue de hecho el director supremo y coordinador de la empresa americana de Castilla, encargándosele la casi imposible tarea de asegurar que, en cualquier fase del descubrimiento, la colonización y la conquista, los intereses y autoridad de la corona fueran debidamente defendidos. La inclusión en el segundo viaje colombino de un diputado de los contadores mayores de Castilla —los principales ministros financieros de la corona— a la vez que un receptor para recaudar todos los tributos reales, y un veedor o inspector de cuentas, sentó el precedente de supervisión y control, por parte de oficiales reales, que continuó realizándose en las expediciones posteriores. Los hombres de Fonseca seguirían paso a paso a cada futuro explorador y descubridor, y ningún jefe en las Indias podría eludir por largo tiempo la sombra opresiva de la corona.
La expedición de 1493 también fue diferente en otros puntos importantes respecto a su antecesora. No había ningún sacerdote en el primer viaje, pero esta vez se dedicó un interés especial a la conversión de los isleños, y un grupo de frailes especialmente seleccionados por Fernando e Isabel y dirigidos por un benedictino catalán, Bernardo Boil, tuvieron la responsabilidad de realizar una empresa misionera a expensas de la corona. Además, la conversión suponía una ocupación permanente, y que toda la expedición española se equipara adecuadamente para pasar una estancia larga en el asentamiento de las Antillas. Esta vez, en lugar de 87 hombres, Colón formó una expedición compuesta por 1200, incluyendo no sólo soldados, marineros, caballeros y aventureros, sino también artesanos y agricultores. Ahora se trataba de lograr la colonización de las islas, aunque el rescate (trueque con los indios) seguía teniendo el interés central de la empresa. De hecho, una colonia modelo que embarcaba en masa en Sevilla, era modelo excepto en un aspecto criticable: no incluía mujeres.
Ya en 1493, elementos nuevos se iban a introducir en el juego para modificar o transformar la empresa inicial como Colón la concibió.
El comercio y la exploración siguieron siendo unos componentes poderosos de la empresa; y el establecimiento de un poblamiento permanente en las Antillas estaba muy en la línea con el modo empleado por los portugueses y genoveses en sus actividades de Ultramar, como ya se practicaba en Madeira y a lo largo de la costa oeste de África. Pero las tradiciones nacidas en la reconquista de la vieja Castilla también tenderían a confirmarse, impulsadas en parte por el hecho de que el nuevo mundo descubierto en las Antillas aparecía densamente ocupado por una población no cristiana, y la cual poseía objetos de oro. Entre la variedad de opciones existentes, Castilla escogió la que implicaba la conquista en gran escala dentro de la tradición medieval peninsular: la afirmación de la soberanía, el establecimiento de la fe, inmigración y asentamiento, y una dominación extensiva de las tierras y las personas. Pero, al momento de emprender la primera colonia española del Nuevo Mundo su precaria andadura, no quedaba nada claro si conquista y asentamiento, o conquista y movimiento, sería la forma de conquista que prevalecería.
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